Arte marcial en la capital

Por Samuel Ávila Rojas

@MalditoSamuel

 

 

 

Seis de la tarde. Después de un paquete de bromas sexuales de oficina apago la computadora. Son nueve pisos hasta PB. Viernes. Motorhead en los audífonos. Camino. Acera. Rayado. Parada. Camionetica. La California, canta el chofer. Es Caracas a las seis y quince pe eme. Cuatro de abril. Dos mil catorce.

 

Digamos que el primer recuerdo que tengo de mi vida es violencia pura. Desgarradora. Violencia interna. El dolor de hernias inguinales a los tres años más o menos. Luego de eso, no recuerdo exactamente qué es lo más lejano que puedo imaginar sobre mi vida antes de los siete años. Soy del 23 de Enero, a los tres me mudé (mudaron) a El Valle. Estudié en un buen preescolar, eran otras épocas. Me gustaban los perros. Mi perra murió cuando yo tenía catorce. Más hámsters que balones. Dos periquitos que me robaron.

 

La primaria la compartí entre Coche y El Valle. Tres años en el Luisa Cáceres, el resto en el San José. En esos momentos mi papá manejaba un taxi, un Dodge Dart que muy bien parecía una lata de Pilsen con motor. No eran tiempos fáciles. Nunca fui un niño exigente, nunca pedí nada. Una vez me dejó el transporte y tuve que caminar desde el puente de Coche hasta mi casa en El Valle. Mi abuela casi murió del susto. Era demasiado penoso para pedir cola o dinero. Me torcí un tobillo. Acaricié al dálmata de los bomberos.

 

Un niño sencillo. Un Nintendo y TV. Dibujos de Dragon Ball, Pokémon, Meteoro. Tazos y escasas palabras. Un acuerdo entre mi papá y las monjas del colegio para que me dejaran estudiar pagando un monto más cercano a limosna que a mensualidad. El liceo. En Fuerte Tiuna. Francisco de Miranda. Militarizado. Pago pero económico. Nunca llevaba dinero salvo para un jugo. Terrible en fútbol, en béisbol, en básquet. Compañeros de Las Mayas, Coche, La Bandera, El Cementerio. Yo por elección. Ellos por imposición. A crearse disciplina. Patrañas. La voz de malandro no se quita. No se les quita. Casi se me pega el acento. Mi tío me obliga a darme cuenta que ese no es el camino. ¿Ya dije que fueron sólo dos años? Bueno, sólo dos años. Noveno grado. (Tercer año). Fe y Alegría. Avenida Victoria. Más violencia verbal. Cigarros. Pistolas. Liceo mercantil. Una noviecilla. Mitad de cuarto año y decido salirme.

 

Final de bachillerato, colegio Nuestra Madre. Tres cuadras más abajo del Fe y Alegría. Pago. Malandros que pagan. No es muy distinto. Los del Fe y Alegría bajan a robar a los de mi nuevo liceo. A mí no me hacen nada, «me conocen». Me roban demasiadas veces en la avenida. Rateritos comunes. A uno le sigo la corriente con un «sí chamo, cartelúo». Me corrige, que no diga esa palabra. Me siento idiota. El mimetismo falla. Adiós dinero. Meses después. Dos motorizados. UCV. Yo busco información de las carreras. Coñazo en el pecho. Chao celular.

 

Vivir en El Valle te hace andar en alerta roja. Mi abuela, con mano dura, no me deja mezclarme con las malas juntas del edificio. A muchos los matan en la puerta de la residencia, en los alrededores, en el centro comercial. A tiros. Muchos años aprendiendo a escaparme de los malandros. Corriendo. Siguiendo la corriente. Coñazos en los cybers. Gente que vas conociendo y te defiende. Ya me había escapado de balaceras. Una de ellas en el centro comercial. C.C. El Valle. Quiero ir al cyber a jugar Counter-Strike. Llegando. Un tipo sale corriendo de una esquina. Otro lo persigue. Seis balazos de revolver por la espalda. Frente a mí. Estoy vivo.

 

Demasiadas situaciones para contar. Mi novia es (era) de Catia. Me muevo de un barrio a otro. Amor. Sexo adolescente. Ir con el dinero justo. Nunca llamar la atención. 

 

Protestas del 12F. Dos mil catorce.

 

Protestas del 13F. Me uno. No se me salen de la cabeza la cara de Bassil ni la de Redman.

 

Protestas del 14F. Me voy a primera línea. Señoras y niños atrapados por el gas, por los perdigones. Los socorro a todos. Mi vida corre peligro. Eso no me detiene. En Bello Campo nos descargan una pistola. Estoy vivo.

 

Van cinco días. No me he bañado. No he comido bien. He dormido en pisos, muebles, incluso sobre el mismo sopor de mi alma. Mi abuela viene a mi mente. Una señora firme, que lo ha dado todo. No estudió. Es la mujer de mi vida. La mujer de mi vida, que me destajó las piernas a correazos cuando me robé una Ovomaltina que no me quiso comprar. Uno aprende a hacer el bien, aunque sea por las malas.

 

Problemas de salud me hacen irme de las protestas. Hay miedo de cáncer.

 

No, no es cáncer. Dice el doctor.

 

Es Caracas, seis y quince de la tarde. Voy a comprarme unos libros, me digo. Camino. C.C. Líder. Treinta minutos, me llevo dos. Poemario. Novela. ¿Agarro camioneta o camino al Metro? Al Metro, mejor. Puerta del C.C., me llevo el teléfono al interior. Va entre mi pierna y mi testículo. Por si acaso. Camino. Acera. Dos Rayados. Mitad de vía, mitad de reja frente al Unicentro El Marqués. Un tipo por la izquierda, a cuarenticinco grados. Otro por la derecha. Me tocan. El celular o te mato, me dicen. Dame todo o te mato. Dale un tiro, le dice el de la izquierda al de la derecha. Cientos de personas, más de las que puedo contar, lo ven todo. No hacen nada. Es un show. Nunca hablo, no digo nada. Me hago el sordo. Estoy sordo. No quiero escuchar nada. Que me quiten todo. Si me matan, que me maten. No me importa. Pero sí me importa.

 

Me quitan el iPod. Me dejan los audífonos. Me quitan el dinero, me dejan la cartera. Me quitan el bolso, se llevan dos libros en él, mi cargador, papeles, notas, bolsas de chucherías, las llaves de mi casa. Chao Benedetti. Chao Del Toro. Chao, condón Durex.

 

«Dale un tiro». Mátame, pues, pajúo.

 

¿Importa?

 

¿Y si los mato yo a ellos? Mano abierta a la yugular, fácil. Dedos a los ojos. Puño frontal al plexo solar. Patada a la rodilla. ¿Qué hago? ¿También puedo matar? ¿Quién soy? ¿En qué me ha convertido esta ciudad? (Abuela, piensa en tu abuela).

 

Se van. Caminan tranquilos. Es una amenaza con atraco tan calmado como el ronroneo de un gato. ¿Esto era así antes? ¿Y los coñazos? ¿Y la parte en la que me escabullo y corro? ¿Y todo lo que aprendí de niño y adolescente? ¿Ya no me importa nada?

 

Todavía tengo el poemario y la novela. «La canción del barrio», Evaristo Carriego. «A la cara», Christa Faust. Si Dios es sarcástico, que le den.

 

¿Y el karma? ¿Y la justicia universal? Yo no he hecho nada.

 

Camino. Acera. No más rayados. Violencia contenida en las palmas. Un borboteo hirviente en el corazón.

 

Uno va por ahí, dándose coñazos con las aceras, con los semáforos, con los vagones, con el esmog, con desconocidos y con conocidos y con uno mismo. Uno se da una buena tunda de patadas en la cara y en el culo, una lucha diaria con el cemento, coñazos a todos lados para terminar desvalijado como un pendejo.

 

Caracas debería dar cursos de krav maga de nacimiento. Siento que estoy en un campo de entrenamiento para el infierno desde 1999. Dichoso de seguir respirando. Con el mentón erguido. Con el asfalto del alma bien desgastado.

 

Creo que vivo en un panfleto de agitprop.

 

Caracas. Viernes. Cuatro de abril. Dos mil catorce. Seis y cincuenta y cinco de la tarde. Oscurece.

 

¿Cuál de todos será el último golpe?

 

O el último balazo.

 

 

 

 Original http://amorgrim.blogspot.com/2014/04/arte-marcial-en-la-capital.html

 

(Visited 121 times, 1 visits today)

Guayoyo en Letras