La ciudad del miedo

Por Ivanna Méndez

@IvannaMendezM


 

 

Nunca me han gustado los funerales. Parece obvio. A nadie deberían gustarle. Pero por todas las cosas que he visto, podría asegurar que existe gente que incluso los disfruta, a otros tantos simplemente les dan igual, asisten por compromiso, a veces sin siquiera haber conocido a la persona que murió. Pero incluso así, en estos momentos en los que pareciera que los muertos ya son solo cifras, un funeral puede cambiarle a uno la forma de ver las cosas.

 

“¿Si te dijeran que morirás mañana…qué harías?” Preguntó un día mi profesor de literatura. Todos casi al unísono respondieron: “todo lo que he querido hacer toda mi vida”, como si fuera necesario morir para poder animarse a hacerlo, el famoso carpe diem. Como esperando de mí una respuesta distinta, me preguntó directamente: “¿qué harías tu?” Medité mi respuesta un poco, aunque no estaba totalmente convencida, solo venía a mi mente la imagen hollywoodense de una señora haciendo la lista de cosas que siempre ha querido hacer que incluye siempre deportes extremos y comidas exóticas, así que termine contestando: “eso, haría todo lo que siempre he querido hacer”. Calificarla como una respuesta errada quizás esté mal, porque como todo en el mundo, no se puede generalizar, pero sea yo la excepción o la regla, su respuesta se acercó mas a lo que en mi inconsciente pensaba.

 

“Si les dijeran eso entrarían en depresión, las personas, especialmente los jóvenes tienen esa absurda sensación de inmortalidad, en el fondo saben que algún día morirán pero lo ven como algo tan lejano que no piensan en eso”, dijo.

 

¿Cuándo se acaba la juventud? para mí, se acaba el día en que por fin te vuelves consciente de que puedes morir, y para bien o para mal, este país se ha empeñado en recordarnos que es una posibilidad.

 

No hay nada más deprimente que leer las noticias en este país, pero por mi profesión me veo obligada a hacerlo. Nunca ver noticias de muertos ha sido la cosa más agradable del mundo, pero la situación ha llegado al extremo, un punto extraño, absurdo, donde la vida y la muerte se funden y pierden el sentido. Donde se volvió tan asquerosamente costumbre leerlo que es igual a cualquier otra noticia. Donde las muertes son cada vez más atroces, crímenes que van de lo “habitual” a las formas “nuevas” entre descuartizados y suicidas.

 

Siempre fui despreocupada, calificada como ingenua según mi mama, o irresponsable, dependiendo de su humor ese día, por mi tranquilidad en casi todas las situaciones de ese tipo. “Deja la paranoia” era la mas común de mis frases. Con el tiempo pasó lo que nunca pensé que pasaría y no se si ella se habrá dado cuenta de que cada día utilizo menos esa frase y ahora simplemente me quedo callada, observando, quizás el miedo se apoderó de mi también.

 

Hubo un tiempo en el que me quejé de los que se iban, eso es tema para otro día, pero en general me molestaba la actitud que algunos tomaban. Con el tiempo entendí, ¿cómo juzgar a aquel que huye de la muerte?

 

Enterarse de que un conocido ha muerto te hace ver las cosas distintas cuando pareces haber perdido la perspectiva. Un conocido devuelve todo a la realidad, dignifica el cadáver, se recuerda de nuevo que se habla de personas, los detalles lo humanizan. Ya no es un nombre desconocido más. Es un ser humano igual a todos, con una familia como cualquier otra. De los funerales aprendí, que aquí no existen segundas oportunidades y que no hay nada más doloroso que consolar a una madre que ha perdido a su hijo víctima de la inseguridad, en realidad ese verbo está mal utilizado allí, no existe nada en el mundo capaz de hacer sentir mejor a alguien que ha perdido a un ser querido.

 

Es imposible intentar describir la sensación que invade al ver como una persona que había encontrado por fin el camino correcto se va de repente, poco tiempo antes de irse en busca de algo mejor y al igual que el existen muchos, varios titulares ahora terminan con la frase “quien esperaba irse del país en un mes”. A todos ellos, no les alcanzó el tiempo para huir.

 

La juventud acaba cuando te vuelves consciente de lo efímero de las cosas, que la muerte no discrimina, que no le importa si eres joven y supuestamente tienes una vida entera por delante, que no le importan tus planes, no le importa si decidiste cambiar, si estas intentado hacer las cosas bien, que nada te protege, que eres tan vulnerable como el resto. Cuando comienzas a pensar que si a el le pasó existen las mismas posibilidades de que a ti te pase también. Dejas de hacer las cosas típicas de los jóvenes, porque “el país no está para esas cosas”, mostrando aburridos comportamientos prematuramente adultos, porque es mejor ser un anciano de espíritu que estar muerto.

 

El momento en que por fin internalizas que eres un mortal como cualquier otro. La juventud se acaba cuando empieza el miedo a morir y esta ciudad nos enseña eso todos los días. Por ahora solo nos queda resignarnos y agradecer la suerte de al llegar a nuestras casas poder decir: “sobreviví”.

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