El plan «V»

Ilustración: Lúdico

Se  nos va la vida en el estudio sistemático de escenarios. Lo que podría traducirse en un ejercicio de visión estratégica para entender, predecir y actuar respecto a los imponderables que las circunstancias nos presentan, se transforma por la fuerza de esas circunstancias convertidas en padecimiento, en un auténtico y siempre cambiante plan B.

 

 Durante los más recientes quince años, en Venezuela solo se habla literal o metafóricamente, de planes B. Contra los apagones, plantas eléctricas, frente a la falta de agua, tanques; ante la inhabilitación política, un outsider.

 Cada evento, cada necesidad, es satisfecho de inmediato por un as bajo la manga; que aunque no cumpla con las características específicas, suele sustituir, por medio de la figura del “esto es lo que hay”, a lo que debió ser; a lo que correspondía ser.

 Es la cultura del plan B la que se impone.

 A falta de un auténtico plan nacional que invite, que envuelva, que proponga, que reconcilie, que fortalezca; se potencia el plan B, como alternativa deficitaria, como exclusión de Estado, pero como rasgo clave para que aquella frase, “Como vaya viniendo, vamos viendo”, se instale como la más común en una sociedad que nunca sabe proyectar, porque siempre los imponderables son constantes y continuos, mientras que su dosis de sorprendentes e inesperados, radica solo en la forma.

 Se trata entonces de un contexto social, económico y político marcado por la improvisación sistemática, por la negación directa a cualquier fórmula preestablecida. Todo en Venezuela tiene que ser inédito, en consecuencia, todo, absolutamente todo, deviene en un plan B continuado.

 Los sucesos políticos de los últimos tres lustros estuvieron marcados por planes B, que amoldaron leyes, establecieron reglas sobrevenidas, se apalancaron en supuestas tendencias irreversibles, apaciguaron la reacción popular en procura de mejores tiempos e incluso desafiaron las leyes de la naturaleza en su esencia más pura, la que define la vida y la muerte.

 También lo económico se montó sobre los planes B. Presupuestos establecidos con ingresos por debajo de lo esperado, fondos especiales fuera de cualquier posibilidad de control real; pseudoinstituciones de control a discreción; capaces de fomentar organismos paralelos complementarios, tan ineficientes como los principales.

 Y lo social, consecuencia de los anteriores, pues el más precario de los ejemplos de esta práctica genocida, porque de cuando en cuando (o de elección en elección, que resulta lo mismo) los planes B se intensifican. Así da lo mismo un apartamento sin servicios básicos, una calle sin terminar, un contrasentido arquitectónico y de ingeniería en las autopistas, o la putrefacción total en los muelles por el ingenio de una soberanía alimentaria desarrollada en los puertos.

 Los tres párrafos que anteceden obedecen a una línea de reflexión sistemáticamente opositora a los planteamientos que emanan desde el Ejecutivo; cultivada por años de polarización marcada y teledirigida.

 Pero es que desde esa misma acera de oposición; primero desvirtuada y luego aglomerada en función de fenómenos electorales de supervivencia, los planes B también han copado la escena.

 Lo heterogéneo de la política nacional debió confluir alrededor de personajes que malinterpretaron su momento histórico; que en medio de la disyuntiva entre trascender y perpetuarse, prefirieron el camino errado de mantenerse como “líderes” de pequeños grupos, en vez de apostar por una salida real, de cambio, de propuesta estratégica, no para las siguientes elecciones, en un proceso tortuoso, de fraude continuado así se maquillara con frases teñidas de eufemismo; sino de una proyección estratégica para las siguientes generaciones que son las que en definitiva valorarán en alcance este plan V necesario, que permita a sus ciudadanos sumar voluntades, crecer como sociedad y avanzar hacia un progreso cierto, independientemente de las posiciones político ideológicas que se tengan.

 Para algunos el plan B se redujo a una pequeña parcela de poder, suficiente para medio alzar la voz alguna vez. Para otros, la fuerza del miedo, el plan B, significó la salida para dirigir como titiritero un circo de simulación e imitación, basado en su propia persona; para otros el plan B es obstinarse en una omnipresencia mediática -cada vez más reducida-, a como dé lugar, para garantizarse un puesto vitalicio como el depositario de las voluntades expresadas una vez y cuyo cheque aun no es posible cambiar en efectivo.

 Son otros muchos los planes B que andan sueltos. Sueltos y dispersos, agendas abiertas y/u ocultas que no confluyen, que no se dejan confluir, ni influenciar. Demasiados egos en conflicto, dispuestos a activar su plan B, cuando el “plan A”, de convención, no funcione o se diluya.

 Un país quebradizo, dividido, sufriente, inseguro. Un país que solo depende de un plan B, es un país sin futuro, sin salida, sin oportunidades.

 El país vive en negación. Quienes ejercen el poder político se empeñan en desconocer u obviar la realidad que se vive, siente y padece en la calle. Muchos dirigentes de la llamada oposición política también niegan esas verdades, o pretenden encausarlas hacia un objetivo personalísimo vinculado con el asunto electoral que es coyuntura y no estructura nacional.

 La gente, el ciudadano, mucho más cercano –porque es protagonista- a lo que de verdad ocurre; también se empeña en negar lo evidente. La angustia, la incertidumbre y el desasosiego que lo acompañan son señales inequívocas de lo que el inconsciente colectivo sabe, pero que la razón obtusa insiste en negar.

 Todos sabemos lo que ha de venir. Quienes pasan horas y horas en una cola a la espera de que algo llegue, saben lo que va a pasar. Quienes dicen dirigir este desaguisado, saben lo que viene -tanto que se dan el tupé de recibir poderes especiales y anunciar medidas para cuando el festín electoral, la borrachera consumista y las tregua temporales como la navideña, de carnaval o de receso escolar hayan pasado-. Quienes se proclaman alternativa, también lo saben.

 Negar, con acciones u omisiones lo que nos espera no va a detener el desenlace. El caos y la anarquía, disfrazados de medidas estremecedoras, no son más que el preludio de una realidad incontestable que puede traducirse en el fracaso estrepitoso de un modelo sin bases conceptuales con arraigo en la gente, y una necesidad abiertamente difundida de mostrar a un autoritas inexistente; apalancado solo en la fuerza de la represión; que no es otra cosa que una variable -cuando se está en el poder- del miedo.

 Frente a estas verdades, no hay plan B posible; porque cuando se tiene la certeza de que se cuenta con la razón, de que la mayoría exige progreso y desarrollo, de que el país se cansó de la desidia, la ineficiencia y la corrupción; entonces no queda otro camino que comprender que cada paso cuenta, pero que al mismo tiempo debe darse un paso a la vez.

 Las demostraciones de calle lejanas o cercanas en el tiempo dejan abierta constancia de que la protesta justa y bien argumentada, lejos de provocar el desespero entre quienes perdieron por completo la brújula del juicio; reafirma la fortaleza de una sociedad que entendió que el discurso basado en la nostalgia y el lagrimeo no recompone a un país, ni satisface las necesidades básicas del pueblo ni mucho menos garantiza la seguridad ciudadana de sus habitantes.

 Lo que hemos visto en los últimos tiempos, como respuesta a la organización civil; en forma de amenazas directas, de huidas hacia adelante y de excusas indescifrables respecto a la incapacidad para conducir la salida del desastre propiciado; es el resultado obvio de una política nacida desde el capricho y orientada por el fanatismo sinrazón.

 El país sobrevive día a día. Se enfrenta a apagones, trancones, calles que se hunden, espacios que se anegan, anaqueles vacíos, y sobre todo a discursos divorciados de la cotidianidad; casados más bien con una epopeya fantasiosa que nada tiene que ver con la nevera, o el lápiz, o la posibilidad de dormir en paz.

 El país, querámoslo o no, vive en una calma extraña. Sin embargo esa calma no es producto de la conducente tarea política y social de promover la paciencia y la tolerancia frente a los desniveles de la economía y algún que otro yerro en materia de productividad.

 La calma está asociada a otros elementos, más ligados con la angustia y el desespero.

 Las denuncias que se realizan desde las instancias del poder son simplemente el reconocimiento de su propia incapacidad.

 Aquellos que son capaces de detectar sabotaje en su gestión, lo mínimo que deben hacer es mostrar a los responsables; y sobre todo aplicar las medidas necesarias para solventar las consecuencias de ese sabotaje. No parece ser el caso de los actuales administradores del país; a quienes se les va el tiempo en la majadería, en las conmemoraciones sin simbolismo para la gente, en la advertencia sin argumentos, y sobre todo en las promesas de obligatorio incumplimiento.

 Rafael Caldera se hizo presidente por segunda vez porque durante la mañana del 4 de febrero de 1992 dijo que no se le puede pedir al pueblo que se inmole por una democracia que no le brinda seguridad. Aquel mensaje, que por retruque potenció directamente a quienes hoy dirigen al país, está más que vigente.

 Hoy tampoco el pueblo se va a inmolar por una democracia que defrauda. Este acomodo constante, que excluye sin exclusión, solo por el hecho de que la tesis que define las acciones es la del pensamiento único; sea de un bando político, o de lo que intenta serlo; se separa radicalmente de lo que se aspira desde la calle, de lo que se comenta en los abastos, de lo que se debate al pie de la barra.

 La conexión se perdió hace mucho. Solo imperan unos muy frágiles nexos emocionales, cada vez más difusos; cargados de frustración.

 Entre la anarquía y la fuerza de la razón; la primera cobra vida, por su carga emotiva, de catarsis colectiva, de destrucción sobre lo que se cree imposible de empeorar. Imponer la alternativa desde el discurso y la inspiración es el plan V que debe mover a un liderazgo hoy inexistente; para que desde las inevitables ruinas, se tracen las líneas –gruesas y finas- de una república que pudo ser y no ha sido. Que debe ser. Que tiene que ser.

@incisos

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