La odisea de un café

La odisea de un café

Es una melancólica tarde de jueves en Valencia, el día está llegando a su fin mientras caen tímidas gotas de lluvia. Estoy conduciendo mientras escucho la radio y de pronto suena mi teléfono: es mi tía favorita ¡que felicidad! Conversamos brevemente y quedamos en que la voy a pasar buscando para ir a tomar un café y ponernos al día: conversar, desahogarnos, hablar del país, de la vida etc.

Mientras conduzco observo la ciudad, tiene un aspecto fantasmagórico, los negocios en su mayoría ya están cerrados y la gente está apurada caminando o cogiendo un autobús para volver pronto a casa; Ya viene la noche y con ella sus peligros. Recojo a mi tía y decidimos ir a una panadería que nos gusta bastante. Llegamos y cuando estoy a punto  de estacionarme noto que todo está en las penumbras: no hay electricidad. Mi tía exclama un poco irónica: ¡Ja! ¡Qué maravilla! Yo observo la escena y suspiro.

Decidimos marcharnos e ir a un café en el que solía trabajar y donde aprendí a preparar ricos cappuccinos. Ya es de noche y ha parado de llover, en menos de media hora las calles han quedado desoladas. No hay un alma caminando, solo carros circulando y algunos congestionamientos irritables debido a que la mayoría de los semáforos no funcionan. No hay alumbrado público y los caminos están llenos de huecos cada vez más grandes; Peligrosas trampas camufladas por charcos de lluvia. Cada vez que caigo en uno sin poder evitarlo, le pido perdón a mi pobre carrito “parapeteado”.

Llegamos a la zona de los cafés (así suelen llamarle los valencianos). Alrededor de la abandonada y deteriorada Plaza de las Esculturas hay restaurantes, heladerías y cafés. Solía ser un lugar agradable que siempre estaba abarrotado de gente, ya que tiene mesas afuera con toldos y siempre hubo variedad. Ahora la escena no puede ser más deprimente: algunos locales cerrados, no hay casi nadie para ser un jueves en la noche y solo se ven unos que otros comensales o camareros viéndose las caras los unos a los otros.

Pasamos frente al lugar donde solía trabajar: no hay electricidad tampoco. Solo se divisa a un empleado sentado afuera revisando su teléfono con cara de sueño, esperando que pasen las horas para regresar a casa o tal vez esperando que regrese la luz; Pienso que así estamos todos los venezolanos, viendo la vida pasar, desorientados viéndonos las caras los unos a los otros, esperando algo que no sabemos que es, pero que debe llegar pronto urgentemente.

Doy la vuelta a la plaza y me estaciono en una heladería que está dos cuadras más abajo, su especialidad no es el café sino los Gelatos, pero a esta altura ya me da igual. Cuando entramos al lugar el cajero me dice apenado que lo lamenta, pero que no tienen café desde hace una semana. Yo me comienzo a desesperar y a perder la paciencia, mi tía exclama: “Dios, solo quiero tomarme un marroncito y fumarme un cigarro ¿Es mucho pedir?”. Yo le respondo que en Venezuela sí.

Fuimos al último lugar de mi lista de sitios decentes, allí si había café y electricidad, pero no había mesas y la cola para pagar era obscenamente larga. Le pido disculpas a mi tía y me dice que me tranquilice, que no es mi culpa. En este punto yo ya estoy agotada mentalmente y pienso en dejarla en su casa. Ya son casi las 8 de la noche y los peligros aguardan en una Valencia desolada y acabada, que en algún momento fue una de las ciudades más grandes y bonitas del país.

Al final terminamos tomando el dichoso café en una panadería la cual no me gusta mucho, pero peor es nada. No hay casi nadie y se observan carteles improvisados que dicen: NO HAY PAN.

Generalmente no suelo tomar el café solo o fuerte, pero esta vez lo pedí bien negro y con bastante azúcar. Mi tía de la ansiedad se fumó 5 cigarros en menos de media hora. Conversamos sobre el país, sobre la vida y sobre los problemas: al menos pudimos desahogarnos y por un rato olvidarnos de todo y sentirnos en un país que ella añora con nostalgia y el cual yo nunca conocí: Cuando “La Revolución” llegó al poder yo solo tenía 4 años.

Finalmente nos abrazamos, nos despedimos y la dejo en su casa. La “velada” ha llegado a su fin y mientras manejo de vuelta a mi apartamento reflexiono sobre la odisea que he tenido que vivir para tomarme un cafecito. Fue más el tiempo que tardé en encontrar un lugar, que el tiempo en que lo saboreé y disfruté.

Hoy toca racionamiento eléctrico en mi casa de 12:00 a.m. a 4:00 a.m. pero lo he olvidado. Al llegar reviso el Twitter: solo malas noticias. Decido desconectarme de todo y ver una película en mi computadora pero a mitad de trama se va la luz. Enseguida el calor y los mosquitos me asechan. Suspiro cansada nuevamente y digo bajito para mí misma: esto no es vida… A los 15 minutos me quedo dormida en las sombras.

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