Un crimen de lesa humanidad

Un crimen de lesa humanidad

En febrero de 1999, Hugo Chávez puso en marcha desde Miraflores su particular proyecto político. Ni de izquierda ni de derecha, como señala esta semana el escritor y periodista colombiano Ricardo Silva Romero en su habitual columna para El País de España, sino de simple “despotismo mediocre.” Tras estos 17 años de existencia, los resultados del lamentable ensayo son evidentes: tierra y alma venezolanas arrasadas por la ciega adoración de un grupo de aventureros al poder total, y pura miseria física y espiritual de un pueblo cuya más cabal y trágica imagen es la foto del niño Oliver Sánchez, sentado hace pocos días en una acera de Caracas, piquete antimotines de las fuerzas represivas del régimen a sus espaldas y en las manos un cartel con una frase desoladora escrita a mano: “Quiero curarme.” Horas más tarde, Oliver, enfermo de cáncer, moría por falta de medicamentos para su tratamiento de quimioterapia.

Las preguntas que surgen de este crimen de lesa humanidad son ineludibles. ¿Cómo fue que Venezuela, aquel país que hasta hace muy poco era el objeto del deseo, la admiración y la envidia de millones y millones de latinoamericanos acosados por feroces dictaduras militares y un subdesarrollo implacable, se transformó de la noche a la mañana en una tierra yerma, donde sus desesperados habitantes viven al siniestro ritmo que le marcan la escasez de alimentos y medicinas, la hiperinflación galopante y un hampa que impone su ley con humillante impunidad? Y entretanto, ¿qué ha hecho la dirigencia de la oposición para impedir que Venezuela se precipite definitivamente a este abismo del modelo cubano del Estado y la sociedad, de la corrupción sin límite ni medida y de la incapacidad absoluta para gobernar con un mínimo de eficiencia?

No se trata de hacer un académico recuento de las causas que han arrastrado a Venezuela a su fracaso presente como nación. Tampoco de minar la unidad opositora, torcidamente interpretada por algunos dirigentes, falsos dioses intocables del momento, para chantajear a quienes no les rindan pleitesía y obediencia. De lo que en verdad se trata es de determinar si el objetivo real de la lucha es salir de la pesadilla de esta supuesta “revolución bolivariana”, o simplemente seguir respaldando las ambiciones profesionales de quienes han decidido hacer del ejercicio de la política un oficio y nada más.

Desde esta perspectiva, sin la menor duda crítica pero desde todo punto de vista urgente porque la magnitud de la catástrofe que devasta a Venezuela no permite aderezos ni complacientes miradas hacia otro lado, debemos tomar el toro por los cuernos antes de que sea demasiado tarde. Y sostener, con categórica claridad, y duélale a quien le duela, que desde los tiempos de aquella Coordinadora Democrática que en el año 2002 no supo estar a la altura de las circunstancias para sacar a Venezuela del laberinto de la primera Ley Habilitante y de los 47 decretos leyes aprobados a su amparo y redactados en el mayor de los secretos por Chávez y sus asesores para imponerle al país, al margen de la Constitución, un ordenamiento jurídico similar al cubano, la dirigencia opositora, en sus muy diversas versiones “oficiales” que ha configurado desde entonces, se ha opuesto al régimen con una insoportable levedad. Como si la confrontación gobierno-oposición, más dura a medida que la crisis acorrala al régimen y lo deja sin espacios, incluso para maniobras de última hora que lo salven de un naufragio inminente, se desarrollara en el marco de una normalidad democrática, heterodoxa, de acuerdo, pero al fin y al cabo democrática.

Consecuencia natural de esta infeliz manipulación de la realidad política es el hecho desconcertante de que aunque ganó dos terceras partes de la Asamblea Nacional en las urnas del pasado 6 de diciembre, la dirigencia opositora ni siquiera se ha comprometido con el usurpado derecho soberano de los tres diputados opositores del estado Amazonas, pecado original no resuelto de un poder legislativo que a todas luces también se conforma con la más inexplicable levedad. ¿Será ese el destino final que a pesar de todos los pesares nos aguarda a la vuelta de la esquina?

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