Ángel oscuro

Ángel Oscuro

El sudor corre por mi frente de manera profusa. Me acerco al bar, coloco algunos cubos de hielo en mi vaso y me sirvo un whiskey. Me siento en mi butaca de cuero contemplando el vacío y reflexiono un rato. Aún no puedo explicar la ira que siento. No puedo creer que exista gente en el mundo capaz de darle la espalda a su propia sangre, capaz de maltratar al fruto de sus entrañas y reducirlo a un ser atormentado y errante. En mi mente aún puedo ver como con lágrimas en los ojos y temblando me contaba cómo su hermano le ponía una escopeta en la frente y le decía amenazante que le volaría la cabeza, ante la mirada indolente y cómplice de su madre y abuela. No lo puedo entender.

Mi ira sigue creciendo y empiezo a tener deseos vengativos. ¿Quién soy yo para juzgar las acciones de los demás? Pues soy un hombre que ama intensamente y por lo tanto, puedo condenar cualquier acto que afecte al ser amado, ese ser tan dulce, tan bondadoso, pero a la vez tan lleno de resentimiento. Yo puedo sentir ahora ese resentimiento. Conozco muy bien a esas personas, sus sonrisas falsas, su falsa bondad, su falso cariño, su falsa culpa, su falso dios…

Empiezo a sentirme extraño. ¿Será el whiskey? Mi cabeza no deja de dar vueltas. Pero no es un simple mareo, no. Los pensamientos se arremolinan en mi mente como aves carroñeras, esperando que el último de mis sentimientos muera para poder devorarlo hasta que no quede nada. Me muevo intranquilo en el sillón. El lustroso cuero está empapado en mi sudor, pero no reparo mucho en ello. Mi mente me domina. Mi odio hacia esas personas se hace cada vez más fuerte. Siento que si sigue creciendo no seré capaz de dominarlo y me pregunto qué pasará cuando me consuma por completo. Siempre tratan de esconder las atrocidades que en esa casa suceden dentro de cuatro paredes, pero esta vez la gota colmó el vaso.

Intento distraerme, pero me es imposible. Mis ojos ya no ven, mi cuerpo ya no siente. Solo me acompaña este odio que crece y crece. Empiezo a desesperarme, necesito un contacto con la realidad.

Me levanto del sillón. Mi cuerpo se siente pesado, desganado. Dejo el vaso en la mesita que está a mi lado y me dirijo a la habitación. Me paro junto a la cama y le acaricio el cabello, las manos. Duerme profundamente. Si los ángeles existieran tendrían ese aspecto. El débil halo de luz que se cuela por la ventana viaja y se posa en sus párpados cerrados. Siento que una sonrisa se dibuja en mi rostro. Me siento a su lado y beso su frente. Su cálida piel bajo mis labios se siente como beber agua fría en medio del desierto. Miro detenidamente su expresión recordando el brillo de sus ojos, de su sonrisa. Esa sonrisa que alguien quiso arrebatarme. No sé cuánto tiempo llevaba contemplando su rostro cuando de nuevo el odio y los pensamientos tumultuosos se apoderaron de mí con más fuerza. Recuerdo ahora cómo su cuerpo se estremecía de miedo entre mis brazos, cuando me contaba la amenaza de su hermano y veo la profunda tristeza de sus ojos por el dolor que le causaba la indiferencia de las personas que más quería. ¿Cómo era posible? ¡Desalmados! Basaron su vida en herir y menospreciar al ser más bello que se ha cruzado en mi camino.

Me levanto de la cama y salgo rápidamente de la habitación, encolerizado. Mi cabeza va a estallar. Regreso al estudio y cierro la puerta. -¡No puede ser!- Grito iracundo al vacío. Me apoyo en el escritorio con ambas manos y veo como de mi frente caen gruesas gotas de sudor aceitoso. Siento mucho calor, pero no en la piel, no en mis manos, no en el ambiente. Siento un calor intenso que brama desde mis entrañas y me quema, como si mi interior ardiera en llamas. Empiezo a desesperar. Cierro fuerte los puños y golpeo el escritorio. -¿Qué me está pasando?- Mi voz suena temblorosa y desesperada. El calor en mi interior va subiendo desde mis entrañas hasta mi pecho. No puedo contener un aullido de dolor. –Me está dando infarto- pienso en voz alta mientras esas llamas internas suben por mi cuello hasta mi cabeza y hacen brotar lágrimas de mis ojos. Quiero que todo acabe pronto, el dolor hace que me tienda en el suelo y cierre mis puños alrededor de la alfombra. Al levantar la vista diviso en el bar la jarra con agua y el balde con hielo. La desesperación por apagar las llamas invisibles que me consumen desde adentro hace que me arrastre hasta el bar. Extiendo mi brazo hasta alcanzar la jarra y la volteo sobre mi cabeza. Al entrar en contacto con mi piel veo con horror como el agua se evapora, emitiendo un siseo y como una nube de vapor llena el estudio. Al mirar la piel de mis brazos ahogo un grito de horror y quedo estupefacto al notar que se había tornado por partes de un color negruzco y textura aterciopelada, como lunares enormes. Me tiendo boca arriba en el suelo con la única esperanza de morir pronto. –Ojalá tenga una buena vida sin mí- Digo y siento como brotan lágrimas y los ojos me escuecen. Paso mis dedos ya totalmente negros por mis ojos. Estoy llorando sangre. Maldigo a esas personas y las culpo por mi inminente y trágico final. -Deberían morir de manera dolorosa al igual que yo-. Me invadió de nuevo esa sed de venganza. Ese odio que ya se había vuelto infinito me hacía hervir la sangre cada vez más y más. Empecé a desvariar. Me imaginaba vívidamente el sufrimiento de esas personas, de esos engendros. Veía en sus rostros el dolor que causa un sufrimiento lento, en el que la muerte parece un paraíso y se convierte en el único anhelo. Todos estos pensamientos me ponen eufórico. Algo en mi interior me dice que es la única manera de poder vivir de ahora en adelante. Debo causar sufrimiento a esas personas que robaron la alegría de un alma pura. Es hora de que sientan en carne propia la desesperación y el tormento. El mundo no los necesita. Como puedo me pongo en pie. Pero ya mis pies no son mis pies. Grito de horror al ver cómo mis piernas han cambiado su forma y mis rodillas están hacia atrás como si me las hubiese fracturado. Mis rótulas se asoman por mi pantalón rasgado hacia la parte trasera de mis piernas. El fuego ahora está en mi espalda y en mi cabeza. No puedo pararme derecho y la euforia de hace unos segundos se disipó totalmente. Empiezo a sentir la piel de mi espalda rasgarse como un papel y el dolor me hace caer al suelo. Grito y maldigo a dios por permitir que un hombre bueno atraviese semejante sufrimiento y maldigo a cada persona de esa familia. Siento cada músculo de mi espalda desgarrarse, uno a uno los tendones van estallando como ligas y el dolor llega a su máximo punto. Cubro mi rostro con mis negras manos y de repente, siento emerger algo que se prolonga desde mis omóplatos hasta la parte baja de la espalda. Extiendo esos nuevos músculos y me sobresalto al darme cuenta de que detrás de mí se extienden unas alas cartilaginosas, de una piel muy fina y cubierta por ese terciopelo negro que cubre ya el resto de mi cuerpo. Poco a poco el dolor se va disipando, dando a lugar a una ira eufórica. Con estas alas puedo ir a donde quiera y realizar el cometido planteado y volver a vivir, ya sin odio, una vez extirpado el tumor que esa familia representa. Me planto frente al espejo que cuelga sobre el escritorio y trato de dar crédito a mis ojos. –Tiene que ser un sueño- digo en voz baja al mirar mis pupilas dilatadas, rodeada por mi iris literalmente inyectado en sangre. Mi rostro, totalmente negro y aterciopelado me devuelve una mueca macabra desde del espejo. Este soy yo ahora. No queda espacio para la lógica. Lo único que me importa es salir de esta casa. Ejercer justicia y lavar con la sangre de esos mal nacidos el alma de mi ángel.

Abro la ventana y por fin puedo sentir la sensación agradable del viento golpeando mi nueva anatomía. Mis movimientos se me hacen naturales, como si hubiera nacido con este cuerpo. Me levanto sobre la cornisa y abro de par en par mis enormes alas negras. La luz de la luna en cuarto menguante proyecta mi sombra sobre el asfalto. Me siento poderoso. Mi odio es mi arma. Por fin tendré la paz que merezco. Se hará justicia.

Vuelo sobre la ciudad con una gracia impresionante. El sonido del viento en mis oídos. Las luces titilando bajo las nubes. Siento mi corazón latir fuertemente. Ahora, el sentimiento de euforia se hace más y más fuerte. Mi ansiedad incrementa mientras me dirijo a la casa de mis víctimas. Puedo ver el dolor en sus rostros, el terror de verse sin salida. Puedo saborear el momento.

Vuelo sin detenerme hasta uno de los barrios pobres aledaños a la ciudad. Ya puedo divisar la casa de dos pisos erguida al final de un pequeño callejón. Cuna en la que nació mi amor, quien duerme inocentemente en mi alcoba. Le daré paz a su alma rasgada por los atropellos. Me poso en la casa contigua, en un rincón oscuro que me oculta muy bien de las luces que parpadean tenuemente en la desierta calle. Puedo ver por las ventanas como reposan esos bastardos en sus habitaciones. Mi corazón late tan fuerte que puedo verlo palpitar a través de mi oscuro pecho desnudo.

Quiero que sufran lentamente, como yo lo hice esta noche, como han hecho sufrir a otros. Serán consumidos en sacrificio por las llamas guiadas por mi odio, por este rencor tan fuerte que siento. Liberará mi alma oprimida y la purificará para el resto de mi vida.

Me deslizo hasta el techo de la casa contigua, donde están enmarañados varios cables eléctricos. Los perros me ven y me muestran sus dientes, con el rabo entre las piernas y empiezan a aullar, anunciando el escenario de muerte que tendrá lugar en breves momentos.

Arranco uno de los cables que van hacia el poste y las chispas iluminan la calle en contraste con la oscuridad de la noche. Extiendo mis alas y me poso frente a una de las ventanas de la casa, veo a un niño pequeño, parado, petrificado que me mira con horror. Ese niño con quien tantas veces jugué al parecer sabía su destino y me miraba con grandes ojos suplicantes. Parado en la cornisa, con mis alas aún extendidas y sin dejar de mirarlo, acerqué el cable a la cortina de la ventana abierta y las chispas hicieron que las llamas se extendieran rápidamente por ellas. El niño dio un grito de horror y corrió. Las llamas se extendieron por la habitación con impresionante rapidez. Plegué mis alas y desde la cornisa observé el espectáculo. Las llamas que se asomaban por la ventana no me hacían daño en absoluto. Se sentían cálidas y agradables.

Siento una gran emoción y una euforia incontenible al escuchar los gritos de esos hombres y mujeres, que iban poco a poco pereciendo consumidos por el fuego. Las personas de las casas vecinas se acercan  y gritan sabiendo que ya no pueden hacer nada. No hay escape ni salvación. El fuego ilumina el resto de la cuadra y hace parecer que es mediodía. Los perros siguen ladrando y los niños que suben la vista y me miran me señalan y lloran. Yo sonrío y me regocijo en el sufrimiento de esas almas desgraciadas que tanto daño han hecho y que por fin hoy, tienen su merecido castigo.

A lo lejos se escucha la sirena de un camión de bomberos. Al ver que va llegando doy un salto a la casa contigua y me poso al lado de un gato plateado como la luna. No se inmuta al verme y me mira directamente con sus ojos grises. Ambos observamos el desespero de los bomberos al tratar de consumir las llamas.

Ya no hay fuego y los primeros rayos de sol iluminan la escena de la que soy autor. Mi obra de arte. Los bomberos sacan los cuerpos calcinados de aquellos que alguna vez fueron victimarios y ahora, son solo polvo, cenizas. Su agonía me alimentó y me hizo más fuerte. Sin embargo, no siento paz, no me siento tranquilo. Tampoco siento dolor ni culpa. Hice lo que tenía que hacer, sacié mi rencor y ahora, ahora estaba errante.

Regreso hacia la casa en un vuelo inerte. El sol brilla con fuerza y la claridad me molesta. La odio.

Entro por la ventana del estudio. Poso mis deformes pies sobre la alfombra y miro a mi alrededor. Ahí está, en el suelo, sobre sus rodillas, con su bello rostro entre sus manos. Llora desconsoladamente ante la escena de desorden del estudio, la sangre en el suelo. Me acerco y toco su cabello. Me doy cuenta de que no puede verme. –Tu familia está muerta- le digo. Pero ya no reconozco mi voz, ahora es un áspero murmullo. Tampoco puede oírme y reparo en que jamás estaremos juntos de nuevo. Jamás volveré a sentir sus labios posándose en mi piel o sus brazos rodeando mi cuello, ni tampoco sus ojos volverán a posarse en mí. –Ya tu familia no te hará daño nunca más- le susurró al oído mientras oigo sus sollozos cada vez más fuertes.

Pongo mi rostro frente al suyo y le digo imponente: -No te preocupes, amor mío. Convertiré cada una las lágrimas que te hagan derramar en torrentes de sangre y las haré brotar de quien te haga daño. Repararé las heridas de tu alma con los lamentos de los agresores. Estaré contigo hasta el fin de los tiempos.

“La oscuridad será mi refugio. La luna plateada será mi guía. Las llamas una extensión de mi odio. Los perros anunciarán la llegada de la muerte…”.

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