El populismo adopta muchas formas: Feria del Libro de Caracas

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Foto: Correo del Orinoco

La ocasión: la Feria del Libro de Caracas; el lugar: entre la Plaza Bellas Artes y el Parque Los Caobos; el tiempo: entre 22 de julio y 01 de agosto; la homenajeada: Stefanía Mosca.

Esta clase de escritos suelen iniciar con una mención al calor o al gentío y este no será la excepción. Luego de recorrer tres stands, la sensación adquirida a fuerza de tobo –por la mañana se había ido el agua− y ropa fresca había desaparecido. Varios toldos de novedades literarias, biografías de héroes revolucionarios y libros de colorear después, encontré una mesa de libros usados, donde suelen yacer los verdaderos hallazgos; en mi caso, un ejemplar de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe de Octavio Paz, precio: 4.000 Bs., probablemente una ganga que, no obstante, mi presupuesto –o permanente bancarrota− no me permitió aprovechar.

Una melodía tropical anunció la entrada de la banda marchante. A la cabeza, Francisco de Miranda enarbolaba el pabellón tricolor, estilo Leander; las bailarinas, por su parte, lo portaban en sendas licras cuello de tortuga cuya sola vista sofocaba. El amigo que me acompañaba articuló mi cuestionamiento interior: “no sé si lo amo o lo detesto”.

Luego de una vuelta por Bellas Artes, enfilé hacia el Parque Los Caobos y frente a la fuente encontré la razón para asistir a un evento de diez días a las dos horas de su apertura, cuando todavía quedan libros por desempacar y puntos de ventas por instalar: el puesto de Librerías del Sur. Parece ser que la entidad conserva la parte más interesante de su inventario de Biblioteca Ayacucho reservada para eventos como este, ferias auspiciadas por el Gobierno. Cojo La guerra del fin del mundo y leo el precio: 11.800 bolívares. Mi mente no computa la cifra. Un empleado me explica que se trata de 11.800 bolívares “de los viejos”; es decir, el precio del libro es de 11,8 Bs.

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Foto: Correo del Orinoco

Entonces se me fue de las manos. Con Biblioteca Ayacucho entre barbilla y ombligo hice la cola para pagar; afortunadamente, justo antes de que se corriera la voz. Todo disimulo quedó atrás y empañó un poco mi pila de la vergüenza el saquito de San Nicolás que cargaba el muchacho de atrás. Pagué 64 Bs. y esperé a que mis amigos cancelaran. Los tres dejamos el toldo con bolsas en ambos brazos que no nos permitirían ojear otra cosa que el camino hacia el carro. Nos embargaba un sentimiento más cercano a la resaca que a la euforia y la certeza de que poco separaba aquello del Dakazo. A mi lado, Francisco de Miranda tomaba Coca-Cola.

Mis amigos y yo, tres estudiantes de Letras, creemos comprender que lo adquirido posee una valor más allá de su risible precio, que libro regalado no necesariamente implica libro leído y comprendido y que existen mejores maneras de invertir el erario de una nación –dígase, en escuelas, hospitales, transporte público o, no sé, el mantenimiento del servicio de agua−. Creemos comprenderlo, mas ¿si no fuera así?

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