Mi primera quincena de casado

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Amigos, ya estoy de vuelta de mis vacaciones y, como algunos saben, regresé casado. La madre de mi hijo y yo finalmente atamos lazos. ¡Ya se acabaron los días de escuchar “No me presentes como tu esposa porque no estamos casados”!¡Ya nuestro hijo tiene padres oficiales! Decidimos contraer nupcias en Louisiana, Estados Unidos. Allá las reglas matrimoniales tienen sentido. En principio, para casarte, debes comprar una licencia de matrimonio. Vas a conducir una familia y si cometes una infracción, capaz te la revoca un fiscal. La licencia dura treinta días, pues no es lo mismo decir “me voy a casar” a decir “ahora me tengo que casar”. Ante esta última presión muchos se rajan y salen corriendo. Es un inteligente filtro del sistema para así evitarse futuras incomodidades lidiando con parejas amargadas firmando sus divorcios en el Registro.

En Louisiana quien te casa es un Juez de Paz. ¡Los gringos están claritos! Un matrimonio es unir a dos frentes de batalla. Por eso son previsivos. Hacen la inauguración del pacto firmando un tratado de paz. Recuerdo la reunión preparatoria en la oficina de este Juez de Paz. “¿Usarán anillos?”, nos preguntó. La verdad, no. Vivimos en Venezuela. No queremos apelar tan pronto por la cláusula de “hasta que la muerte los separe”. En tal sentido nos recomendó hacer el intercambio de anillos con alambritos de pan. Aquí intuí algo. El tipo debía tener un negocio con alguna joyería del condado. Decirle “alambrito de pan” a una mujer es herirla en el orgullo. De hecho su técnica funcionó. Mi esposa salió de inmediato a comprar dos anillos baratos, para hacer el intercambio con “distancia y categoría”. Tan baratos fueron, que yo utilicé un zarcillo dorado volteado. No podía cerrar el puño porque me pinchaba la palma, pero para la foto estaba bello.

Los días previos al evento recordaba una y otra vez las sabias palabras de mi amigo y colega Emiliano Hernández: “En la organización de la fiesta el hombre no tiene ni voz ni voto. Ni te esfuerces en intentarlo”. Y así fue. Yo solo cumplí órdenes. De hecho, la única decisión que osé tomar, la tomé mal. Compré un corbatín de verdad. De los que debes amarrar tú mismo. De los que se ven bien en la foto de una publicidad de perfume masculino porque el modelo lo usa desamarrado y se ve “cool”. ¡Obviamente! ¡No tuvo la tarea de amarrarlo! Tres horas antes de la boda, mi aún novia me recordó: “Busca en Youtube un tutorial para hacerte el lazo”. No lo recomiendo. Me sentía como Maduro en un curso de Open English, pero lo logré. De hecho, el aprender a enlazar un corbatín te suma 3 créditos en la Universidad de la Vida. Ahora, si lo logras hacer con un hijo de dos años al lado corriendo y saltando, optas por un Summa Cum Laude.

Finalmente llegó el día. Cuando vi a mi futura esposa salir con el vestido, todo el estrés se transformó en gozo. ¡Estaba hermosa! Un momento Mastercard (aunque el vestido lo pagamos en efectivo y barato). En realidad fue un momento Cestaticket. Luego nos dispusimos frente al juez de paz y mientras él hablaba yo entendía todo. Me casaba para simplificar mi vida. No saben la saliva que he gastado diciendo “Ella no es mi esposa, lo que pasa es que tuvimos un hijo, pero no nos hemos casado, pero cuando lo tuvimos éramos novios y sí nos queríamos. O sea, el niño fue recibido con mucho amor y vivimos juntos”. Ahora solo diré: “Mi esposa”.

Luego, la luna de miel. Estos días nos los ha vendido la sociedad como un asueto para drenar la ardiente pasión de los novios. La realidad es otra. Son unos días necesarios para drenar el estrés post traumático de haber vivido días de exigente régimen militar con tu futura esposa mandándote a hacer cosas antes del día de la boda. Muchas lunas de miel las agendan en ciudades turísticas. ¡Error! La boda de miel ideal son tres días encerrados en una habitación alfombrada con aire acondicionado, pufs regados por todo el piso, un clóset lleno de pijamas, una nevera con refresco, muchas cotufas  y un televisor pantalla gigante con todas tus películas favoritas. La nuestra no fue así. La nuestra llegó inesperadamente por cortesía de Insel Air, la mejor aerolínea del mundo. Por un error en sus itinerarios, estuvimos varados tres días en Curazao en un tour que bautizo como “Las caras de Curazao”. Dormimos una noche en el piso del aeropuerto, otra en el Hilton y otra en un motel del centro de Willemstad con la mayoría de los gastos pagos.

Ahora estoy de vuelta a la realidad, celebrando mis bodas de mango (el material que inventé para quien tiene 15 días de casado). Si deseas casarte tras leer esto, no me contrates como planificador de bodas. Ahora, si quieres tener una luna de miel en Curazao con casi todo cubierto, ya me hice la chapita de Herbalife… pregúntame cómo.

Reuben Morales
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