De la guerra y la paz

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Estoy feliz por varios acontecimiento simultáneos que reflejan el mundo relacional que compartimos y la complejidad de ese tablero de la vida en el que se deben adelantar varias jugadas para sobrevivir. Por ejemplo, ¡qué casualidad!, exclamaría cualquiera, en el mismo mes elevan a Baltazar Porras al cardenalato y Arturo Sosa es designado General de los jesuitas. Pero el reflejo de esos hechos parece implicar que la Iglesia se prepara, en su modo milenario, para afrontar el “proceso venezolano”.

¿Debe la Iglesia venezolana comprometerse y participar en el conflicto que estamos viviendo? Si la respuesta es servir de mediadora en el “dialogo” que montan en las tablas para aparentar voluntad de rectificación y simular una salida enmarcada en mecanismos democráticos, la respuesta es no; tampoco si se trata de actuar como factor político que trata de inclinar la balanza a favor de sus propios intereses. Pero si se asume el compromiso espiritual de acompañar a un pueblo sufriente la interrogante cambia: ¿Cómo puede dejar de intervenir la Iglesia en este conflicto en que se produce un proceso de desintegración material y espiritual de magnitudes nunca vistas?

No hay que elucubrar de más para advertir que el objetivo, al designar a Porras, ha sido definir un liderazgo fuerte para el reto que viene. Su rol será vital en la mediación y partirá de la vocería oportuna que refleje el blindaje de la Conferencia Episcopal en la definición de sus posiciones. En cuanto a la los jesuitas, quién puede dudar que en la murmuratio previa a la elección el factor fundamental que inclinó la balanza fue la procedencia de Sosa. De manera que los efectos de la campaña internacional por darle contenido y proyección al proceso de destrucción nacional, eso que llamaron un día “Revolución Bonita”, choca con la constatación de la depauperación de todo un pueblo, urbi et orbe.

La experiencia me dice que en la vida no hay casualidades. Por ejemplo, celebro por el pueblo de Colombia el Nobel  de la Paz que obtuvo Juan Manuel Santos. Pero no se asuma que lo hago por el significado que el premio pueda tener en él como individualidad política. Al contrario, creo que sacrificó muchos principios para garantizar el cese al fuego y que los colombianos fueron sabios al aceptar la paz pero no las condiciones que les impusieron. Mi alegría deriva de que al cumplirse el objetivo principal de Santos, ganar el Nobel, ahora se liberó de sus propias cadenas para negociar una paz inclusiva, con reparación integral a las víctimas y sin el reinado de la impunidad. Y las FARC pasaron de “corretear”a los negociadores del Gobierno al estado de estar entrampados en el callejón que ellos mismos propiciaron. Ahora el tiempo está en su contra.

Si Uribe y Santos se hubieran puesto de acuerdo, el negocio no les habría salido mejor. En primer lugar, polarizaron al país en torno a dos liderazgos bien definidos y así desplazaron al tercer camino, el de las izquierdas irredentas. Desmovilizaron a las FARC y crearon condiciones para que los Elenos (E.L.N) sigan el mismo camino por orden de sus Jefes de La Habana. Hay paz pero no están definidos los términos. Ahora sin premuras, negociaran las verdaderas condiciones que necesariamente se deben someter a la aprobación popular porque se creó el precedente. Hasta a los liberales los he visto plegarse a Santos. Repito, si lo hubieran planificado, no les sale mejor.

La condición es que sean convocados todos los sectores, allá y aquí. En Colombia tienen un galardonado que ahora asumirá ese rol del “Hombre de Paz” que Estocolmo le otorgó de la forma más desinteresada concebible. Pero tienen también al guardián malo que no va a permitir lo que se perfilaba como un proceso espejo de Venezuela. De este lado nos falta mucho por avanzar pero estamos bien acompañados, Dios está con nosotros, como diría un caballero templario.

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