Sentido de urgencia

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Nos ha tocado vivir un tiempo de oscuridad. Los venezolanos estamos emboscados por una trama de resentimientos e incapacidades que está destruyendo la república civil y colapsando las posibilidades de la economía. Cada día que pasa es un tiempo que se entrega en el altar de la desdicha. Millones de venezolanos no le han encontrado sentido a seguir luchando, y se han ido. Otros han muerto debiendo vivir. Se los llevó la violencia promovida y patrocinada por un régimen que se alimenta del odio y que se solaza en la impunidad. Las calles son el escenario del “hombre que es lobo del hombre” sin que los ciudadanos, desvalidos e indefensos, podamos hacer ninguna otra cosa que recluirnos en nuestras casas y confiar en Dios. El trabajo se ha convertido en una sensación de lo inútil. El bolívar está completamente devastado por la inflación y la escasez hace que la paca gruesa de billetes sea un reclamo que cada uno lleva en los bolsillos. Un grito que pide sensatez y detente, sabiendo que cualquier sueño se despedaza cuando los mercados desaparecen y ocurre en su sustitución el vacío totalitario. La gente está pasando hambre. Las escenas de los que buscan comida entre la basura se han vuelto cotidianas. En cualquier sitio y a cualquier hora los que pasamos por las calles de nuestras ciudades confrontamos nuestra moral con la pérdida de la condición humana de los que colocan toda su esperanza en la bolsa negra que están hurgando para ver si en ella está la salvación del día. Vemos como la gente está perdiendo peso, como el pantalón y la camisa lucen esa holgura tan representativa de la privación cotidiana, la que viene como resultado de haber tenido que dejar de alimentarse, cada día un poco menos, tal vez cediendo la porción al miembro más joven o más viejo de la familia, asumiendo el costo de lo inviable, confrontando la tragedia inevitable de ir desapareciendo de a poco mientras se coloca toda la esperanza residual en una lucha política que no termina de cuajar, de unos compromisos que no terminan de honrarse, de una agenda que nadie tiene el interés de cumplir. Esa es otra hambre diferente, tiene que ver con la ausencia de alternativas, con el fraude argumental, con falsos monstruos, y deidades que solo son una estafa, pero que sin embargo parecen tener el poder suficiente de detener el tiempo y colocarnos en un limbo de irrealizaciones que nos coloca al extremo, cara a cara con nuestra propia muerte, de frente con la desesperanza. La oscuridad es total.

Cada generación -decia Albert Camus- se cree dedicada a rehacer el mundo. Sin embargo, la nuestra sabe que perdió esa oportunidad. Nos toca algo tal vez más trascendental. Nos toca impedir que nuestro mundo se deshaga o mute hacia la ausencia total e irreversible de libertad. Nos toca atajar el hambre para que no se siga llevando el futuro productivo de nuestros niños pobres. Mientras el gobierno intenta ganar tiempo, se ha duplicado las evidencias de la desnutrición infantil severa en niños menores de dos años. La Fundación Bengoa advierte que «un cerebro hambriento no aprende, y cuando faltan calorías y hierro se compromete el desarrollo cognitivo de los niños». Las escuelas están devastadas, los comedores no funcionan, el salario no alcanza, el desempleo crece y no queda otra alternativa que la basura que dejan otros. Nos toca a nosotros evitar que sea demasiado tarde para las madres pobres que llegan a las maternidades sin fuerzas para pujar, desmayadas por falta de alimentos, que no llegan a parir sino a morir ellas y su prole, sin que el régimen se dé por aludido, o nos haga ver que le importa al menos eso que está pasando en las maternidades públicas. Nos toca atajar la sensación de abandono en la que viven nuestros ancianos, llenos de miedo porque saben que una enfermedad cualquiera se los lleva, asombrados tal vez de que sea así, una muerte estúpida, asociada a lo irrelevante, como si vivieran en otra época, trescientos años antes, simplemente porque esa medicina o ese tratamiento no están a la mano de los médicos. Nos toca interrumpir esa trayectoria inercial hacia el colapso que supone el miedo constante de vivir entre enemigos, asolados por la mala fe, sometidos al mal y lacerados por la insensatez y la paradoja. Nos toca cortar con esa falsa ética de la resignación que nos hace convivir con la falta de resultados y este carnaval diabólico de mascaradas en la que nuestros líderes pactan con el régimen, le otorgan tiempo, se toman su tiempo, para decir que hacen lo que no hacen, mientras el niño, la madre, el anciano y las familias van muriendo al saber que estamos más allá de cualquier esperanza. Nos toca darle punto final al país de los descuartizados inexplicados, de las masacres que quedan impunes, de los secuestros y de los secuestrados, del dinero que nadie sabe por qué y cómo se ganó, el país del narcotráfico que se solaza, del corrupto que se exhibe, del padre que expone a su hija a los excesos de una fiesta reprobable. Debemos cortar con un país que no es capaz de desautorizar y censurar la conducta errada. Tenemos que alejarnos del aplauso fácil y de la celebración del error. Un país confiscado por un gobierno ilegítimo y una alternativa incapaz, que tampoco rinde cuentas, que entrega incluso el lenguaje puro de la libertad y la democracia para asumir la neolengua de la tiranía. Hay que sustituir el país de las triquiñuelas y las pequeñas transacciones por otro que piense que la gente que hoy padece y muere no tiene tiempo ni ganas de ser la comparsa sufriente de un espectáculo tan vil.

Hannah Arendt viene en nuestra ayuda para comprender qué es esto. “El mal radical es lo que no habría debido suceder, es decir, aquello con lo que no podemos reconciliarnos, lo que bajo ninguna circunstancia puede aceptarse como misión; y es aquello ante lo cual no podemos pasar de largo en silencio. Es aquello cuya responsabilidad no podemos asumir, por la razón de que sus consecuencias son imprevisibles y porque bajo tales consecuencias no hay ninguna pena que sea adecuada”. El mal está entre nosotros. No podemos aceptar este socialismo totalitario que irresponsablemente medra en todo lo que podría ser bueno pero que ahora es terrible. No podemos aceptar que la corrupción ideológica y la trama siniestra se escuden en excusas tan pueriles como el saboteo y la guerra económica. No podemos pasar por alto que en las “mesas de diálogo” se concierten alrededor de la mentira y desde allí se intenten acciones condenadas a la esterilidad. No podemos asumir que los presos políticos pasen a ser calificados sinuosamente, pasados por alto, negociados por goteo, asumidos como rehenes, algunos además convenientemente dejados de último o sacados de la lista en razón del cálculo inconfesable que se produce desde la envidia y la falta de competencia. No podemos compartir la irresponsabilidad de estas negociaciones espaciadas, cada quince días, condenadas a la futilidad, mientras mueren y pasan hambre los pobres, mientras se empobrecen las clases medias, mientras se termina de aniquilar la empresa productiva. No podemos seguir apalancando una dirigencia tan mediocre en sus resultados, pero tan cuidadosa en proteger sus propios privilegios. No podemos seguir cohonestando las falsas dicotomías de “este diálogo o una guerra inevitable”, “esta dirigencia o la pérdida de las sinergias unitarias”, “este silencio obligado o pasar a ser los acusados de traición”, “esta improvisación ainstrumental o una calle improvisada que nadie quiere por ineficaz”. No queremos ser las víctimas inermes de los planteamientos “políticamente correctos” que favorecen un diálogo que nos mata, una unidad que nos negocia, una calle con la que nos amenazan, una dirigencia que se abraza con el tirano a la vez que a nosotros nos desprecia y nos insulta. Queremos otra cosa, orden, estrategia, transparencia, rendición de cuentas, concierto en los acuerdos, revisión de las propuestas, aceleración de los tiempos y cambio político inmediato. Queremos una dirigencia que no le tenga miedo a la protesta, que sea imaginativa y corajuda al convocar el desafío y la desobediencia civil, que no aparte la mirada, que renuncie a su propia prepotencia, que no se vean como presidentes y ministros de un gobierno alternativo que ellos mismos sabotean, sino que asuman el papel que les hemos dado que no es otro que intentar hasta que lo logremos el cambio político. Queremos unos dirigentes centrados en los intereses del país real. No queremos unos líderes que rindan pleitesía a la agenda del Vaticano y a los negocios de los expresidentes trastocados en falsos mediadores. Queremos una agenda congruente que aproveche con sensatez los respaldos que hemos inventariado, que no desprecie el coraje de nuestras mujeres, que comprenda el dolor de las familias de nuestros presos políticos, que no se aproveche indebidamente de la cárcel de nuestros líderes. Queremos una unidad libre de extorsión, lejana de los extorsionables, ajustada a la agenda de la gente. No queremos seguir el curso de dirigentes pendencieros y mayordomos gritones, pero que nos gritan a nosotros mientras que al régimen le ronronean con esa entrega que señala no solo claudicación de principios sino cancelación de toda dignidad. Queremos una conducción que no nos apene, que no la imaginemos como parte del mal que nos aplasta y que se confabula contra nuestras esperanzas.

La realidad nos impugna a gritos. El niño que llora sin poder ser alimentado. La madre que no puede satisfacer sus ganas de saciar el hambre de ese niño desesperado. El padre que sale a las calles a buscar infructuosamente qué comer. El joven que es asesinado sin darle oportunidad a la más mínima defensa. La madre anciana que se ve expuesta a la soledad más absurda. La familia que teme lo que pueda ocurrir. El joven que se ve confinado en una ciudad que parece cárcel. La muchacha que se fue del país sin tener en sus alforjas otra cosa que su coraje. El padre que llora su propia incapacidad. La delgadez creciente de los que pasan hambre. El comercio que quiebra. El empleo que se pierde. El susto del nievo desempleado. La rabia insatisfecha. La decepción por la traición. El país que ve cómo se le escurren los principios. El saberse condenado a muerte. El temer una enfermedad porque la medicina no se va a conseguir. La convivencia con la paradoja. El sentirse decepcionados. La risa del líder, el abrazo cómplice, la excusa inexcusable, el tiempo que pasa y ese sentido de urgencia que nadie honra mientras el niño se ve condenado a no ser porque no comió completo. Todas ellas son parte de un espectáculo atroz y vergonzoso del que me niego a ser parte silenciosa y complaciente. Todas ellas son gritos de advertencia de que no podemos seguir negociando el tiempo de la gente, y que esta gente que sufre y teme que tiene que comenzar a ser el tiempo de la política.

Víctor Maldonado
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