El 29 de noviembre de 1781. Natalicio de Andrés Bello
Andrés Bello: Un sueño llamado Hispanoamérica

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La Fragata Wellington se separó del puerto de La Guaira, aprovechando el buen viento que le regalaba la mañana, el sol caía en el agua y rebotaba en las olas, mezclaba su inmaterialidad con la sal que chocaba en el rostro de los tres viajeros, cuyos nombres quedarían impresos en la historia. Aquellos hombres observaban la playa, los arboles tropicales y los cielos limpios de su tierra que dejaban, pidiéndole con melancólicos recuerdos de su infancia, que no cambiara su belleza casi virginal, hasta volver a sus aguas cálidas y mirarse nuevamente diminutos frente al Ávila. Dos zarparían a América algún tiempo después; el otro, el profesor, el lingüista, el intelectual, pasaría muchos más años de los que se imaginaba, inmerso en la palidez de una ciudad que con su cielo tupido en nubes grisáceas, le formarían el pensamiento, para regresar con la claridad de un iluminado por los dioses, a su continente marcado por la pólvora, el filo de la espada y la esperanza. Nunca más se sentaría en la plaza a mirar la punta de la iglesia, ni admiraría la sencillez de la felicidad, enmarcada en la boca de su madre.

En la capital del mundo

Difícilmente el padre de Andrés Bello el 29 de noviembre de 1781, se haya imaginado que la creatura que reposaba en sus manos, pertenecería a una generación que cambiaría el mundo, es improbable que al sentir la manito blanca recién nacida agarrándole uno de sus dedos, se haya imaginado que en el futuro, esa misma mano sostendría con la misma pasión, la pluma con la que se redactaría los fundamentos para el orden civil de casi todo un continente. No era fácil imaginarlo; aunque los tiempos cambiaban, eso no significaba que su primer hijo, escribiría su apellido en los libros de historia para siempre; con la tinta imposible de borrar del pensamiento, de la civilidad y la ciudadanía y no con la barbarie mundana, que se hizo pilar de la ciudad en la que crecería.

Al llegar a Londres y mirar su imponencia, el corazón le vibró y las emociones le cruzaron el cuerpo en intensas pulsaciones eléctricas, las manos le transpiraron con intensidad, casi tanto como cuando vio por primera vez a María José Sucre, la hermana de José Antonio Sucre en Cumana. Ni siquiera en el calor de esa ciudad al oriente de Venezuela, su cuerpo se había humedecido, de la forma que lo hacía mientras caminaba observando los edificios de más de dos pisos, las multitudes de personas que caminaban por las calles, las nubes grises y el agua opaca del Támesis. Casi pierde el aliento como aquel día que no pudo llegar a la cima del Ávila junto Humboldt en 1800, solo que esta vez no había forma de volver atrás. Estaba allí, en la capital del mundo occidental, quería desmenuzar cada aspecto de la civilidad inglesa o más bien, desnudar la civilización humana, que se escondía en las bibliotecas londinenses, a la espera de que sus manos americanas, le quitaran el vestido a los libros y dibujaran un nuevo tiempo con las letras.

La formación en la dificultad

Tal vez sentado en la mesa de Miranda, se haya preguntado sí su destino sería tan peregrino, como el de aquel hombre de cabellos encanecidos y manos curtidas por la batalla, que hablaba con pasión sobre ese continente suyo, unido idílicamente, a la misma idea libertaria, extraordinaria y al mismo tiempo inverosímil— ¿Seré yo también un eterno desterrado?—la pregunta se diluyó en su lengua junto al vino tinto. Pensó que algo así no le ocurriría a él, no a un hombre que se había alejado de las armas, diestro en la pluma y en la investigación, no en la guerra, no en el asesinato.

Recordó su despacho en Caracas, mientras era funcionario de la capitanía general, recreó mentalmente su escritorio lleno de papeles, de ordenanzas y de cartas, la luz que entraba por la ventana cuando los gritos se esparcían por la plaza el 19 de abril 1810. La gente estaba envuelta en un sentimiento colectivo que exigía un nuevo mundo. Él también lo deseaba, lo quería y lo anhelaba, un nuevo mundo de verdad, aunque a diferencia de la mayoría de sus coterráneos, sabía que para alcanzarlo, no serían suficientes las bocas encendidas de los cañones, ni las puntas afiladas de las bayonetas. Era la ley, las instituciones, la formación del ciudadano, la única manera de cimentar naciones que no se asemejaran a la locura bélica, que no terminaba de alejar a los hombres de sus orígenes salvajes.

Durante su estancia en Londres, se casó y tuvo hijos, enviudó y se volvió a casar, padeció apuros económicos, uniéndose a la tradición de muchos grandes pensadores de su siglo. Se paseó por las bibliotecas, leyó toda cantidad de textos, escribió muchas cartas ¿Cuánto papel puede contener todo el desarrollo intelectual de un  hombre? Sin embargo, aquella ciudad de lluvia fría y edificios barnizados en cenizas, no era capaz de hacerle olvidar sus raíces. Extrañaba la neblina de los cerros bajando hasta las casas, húmeda y tierna, acompañada de un rocío de madrugada, que regaba las rosas, las orquídeas en los jardines, dejando el rumor de la brisa fresca en las tardes pausadas, mientras el viento solano se expandía por las calles. ¿Quién le quitaba la sensación de no pertenecer al epicentro de la revolución industrial? ¿Cómo se olvidaba de sí mismo?

Simón Bolívar, su estudiante por breve tiempo, su compañero de viaje en la fragata Wellington, el presidente de la Gran Colombia recibía las cartas de Bello, las leía y no encontraba un espacio en su proyecto para aquel intelectual de reputación conservadora y al mismo tiempo, con una visión que podía hacer del sueño bolivariano, una realidad que la política y mucho menos la guerra, eran capaces de lograr por sí solas.

El Libertador le encomendó la venta de sus minas en Aroa, gestión que duró mucho más de lo esperado por Bolívar,  aumentando la distancia entre él y su antiguo maestro. Ya tenían diferencias ideológicas, además muchos rumores se escuchaban en Colombia— ¡Andrés Bello es un traidor!—decían las malas lenguas cercanas al Gobierno en Bogotá. Muchos de los patriotas, no confiaban en un hombre que le había servido a la corona aunque fuese solo como un funcionario, la mentalidad de muchos de quienes tenían al frente la consolidación del recién nacido país, no les permitían comprender, a un hombre como Andrés Bello, que tenía un compromiso con la civilidad del territorio donde nació, de su América, más que a causas idealistas, fundamentadas en crónicas llenas de antagonistas.

Pese a esas diferencias, Pedro Gual, el encargado de los asuntos internacionales del gobierno de Bolívar, lo nombró el 9 de noviembre de 1824, como secretario en Londres; nombramiento que no mejoró su situación económica, ni impidió que la tragedia lo acosara. Durante su vida, vio morir a nueve de sus quince hijos, perdidas que marcaron muchos de sus poemas, escritos con tintas llenas de dolor y tristeza, con las que intentaba apaciguar su tragedia, liberando los sentimientos en forma de verso.

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La lumbrera americana

Las ausencias siguieron presentes en el hogar de Bello, su sueldo llegaba con retraso, las cartas de Bolívar evidenciaban mayores distancias entre ellos, le nacían más  hijos y el dinero escaseaba, situaciones que no adormecieron su voracidad intelectual. En 1829, fue invitado a vivir a Chile, al lejano Santiago. Gracias al guatemalteco Antonio José de Irisarri, el liderazgo santiaguino, se dio cuenta de la lumbrera americana que se encontraba huérfana en Londres, dándole al venezolano, la oportunidad se atravesar nuevamente las aguas frías del Atlántico, para llegar a las olas azules al sur de América.

Al ver Valparaíso aparecer en el horizonte, con las casas que adornaban los cerros, una emoción estalló en su pecho, era una sensación diferente a la vivida al llegar a Inglaterra, esta vez tenía el pensamiento consolidado, los criterios maduros y la certeza de lo que era necesario para los americanos de habla española, que compartían todos el mismo opresor que los mantenía en esclavitud, en lo que décadas después se conocería como anomia.

Andrés Bello sentía la brisa mezclada con sal chocar  sus mejillas y unirse al sudor de su frente, recordaba lo aprendido, los errores de las jóvenes Repúblicas que le llegaban en periódicos y cartas desde el continente al cual regresaba. Tenía en su mente, en su corazón de  amante de amante de su lengua materna, el fundamento esencial para la unión fracasada en Panamá, el vínculo entre países que aún no encontraban su identidad.

En Chile todo su potencial se desarrolló con esplendor, dirigió colegios, modernizó la Universidad en Santiago, escribió artículos y ensayos vigentes para la actualidad, ayudó a crear las instituciones de ese país, asesoró al Ministro de Guerra, Diego Portales, a redactar la constitución con la que se fundamentó, el anhelado orden en una nación, como casi todas en la región, plagada por la locura de la supervivencia individual y las ambiciones desbordadas de los caudillos. Sin embargo, son dos las obras que hicieron de su nombre, un referente de intelectualidad y de verdadera vocación con la unión de Hispanoamérica, cuya trascendencia es más profunda, que aquellas batallas heroicas que cuentan los libros de historia de la actualidad. Una sobre el idioma y la otra sobre la ley.

¿Por qué es tan importante la obra de Andrés Bello?

Francisco de Miranda y Simón Bolívar, cada uno a su manera, soñaron con una liga de naciones unidas, que en medio de su diversidad pudieran hacerle frente a las potencias extranjeras, encontrándose con la muerte de sus propias carnes y de ese ideal, parcialmente asesinado junto a sus cuerpos. Sin embargo, como la historia ha de confirmar a quien están atentos a sus secretos, las ideas no mueren mientras permanezcan en el verbo de las personas, se extrapolan de los hombres que las conciben y de sus acciones, hacia otras dimensiones para ser rescatadas en el futuro. Andrés Bello cuando publicó en 1847: “Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos” en su afán de mantener vivo el castellano en medio de los diferentes dialectos de la América española, inició un proceso que mantiene vinculados a estos países, que pese a sus diferencias políticas, territoriales y culturales, continúan unidos a la misma lengua, que al fin y al cabo, es una de las coincidencias sociales más importantes, para reconocer en otros a un igual y así formar una comunidad, que permita una mejor calidad de vida.

Muchos pensadores de diferentes disciplinas, coinciden en que el mundo debe ser comprendido, como una interpretación de la realidad individual y colectiva. Esa interpretación, vista desde una perspectiva grupal, se fundamenta en los grandes relatos ideológicos de la historia, (el cristianismo, la ilustración y el marxismo, por ejemplo). Esos relatos cuentan el desarrollo de la civilización como un fenómeno evolutivo, que va moldeando el pensamiento de las personas, que se sujetan a ellos, para saber cómo relacionarse con las instituciones que le rigen y con sus semejantes. La manera en que se ejerce la relación entre individuos y los grandes relatos que fundamentan las sociedades, es por medio del verbo, de la palabra, del idioma en común, algo que fue visto por Andrés Bello, aventajando a muchos líderes de su época, que no comprendían su limitada libertad. Aún permanecía en la práctica, amarrados al gran relato de las monarquías y los vasallos, de los grandes hombres dominando a los débiles, formando así, Repúblicas débiles e inestables.

El pensador venezolano, en su entrega a las instituciones civiles, que todavía necesitaban del cuidado que se tiene a un recién nacido, comprendía que además de un verbo común para mantener el vínculo histórico entre países que apenas se formaban, se requería de un ordenamiento, para resolver los conflictos y las querellas entre los ciudadanos, evitando que la justicia fuera tomada por la mano naturalmente injusta del ser humano, sino ejercida por instituciones carentes de emociones pasionales y al mismo tiempo comprensivas con el buen convivir entre las personas.

En 1856 se publicó el Código Civil de Chile, un documento legal hermosamente redactado, moderno y especialmente diseñado para una nación de América Latina. Aunque con influencias de códigos civiles europeos, los artículos de esta obra jurídica, tenían una esencia original adecuada a la realidad chilena, para que no fuera una serie de palabras desvinculadas del día a día de los ciudadanos, quienes necesitaban para el ejercicio de su ciudadanía, de una normativa que les resguardara sus derechos, les mostrara sus deberes y les aclarara nítidamente las relaciones entre las instituciones y sus compatriotas.

Quien dirigió su redacción de un documento base de las legislaciones latinoamericanas, fue el Venezolano Andrés Bello, como la cúspide de su vida, de sus reflexiones e incluso de sus vicisitudes, que formaron el carácter de un poeta, de un jurista, de un americano, de una filosofía personificada en un hombre, que sentía la realidad como un humano cualquiera, pero la interpretaba como un visionario, como Moisés en la cima de  una montaña, mirando la Tierra prometida desnuda, que tantos años le costó alcanzar, para llevar a su pueblo a una nueva etapa, en donde la opresión fuera una palabra en los libros de la historia.

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Las palabras no mueren

En la cama sentía su sudor recorrer su cuerpo, se sentía viejo, arrugado, melancólico— ¿Quién es el humano para escoger el hogar de su sepulcro?—se dijo, al sentir la brisa chilena acariciarle los poros humedecidos. No volvería a ver el Ávila, ni el rostro de su madre, ni la plaza mayor de Caracas, creía que su nombre seria olvidado, como se olvida un atardecer hermoso al pasar muchos años, suponía que sus hijos y nietos, tal vez sus bisnietos, conservarían una fotografía suya, un recuerdo, una anécdota de su vida marcada por la desdicha y al mismo tiempo, por la victoria y la belleza de las luces. Sabía que moría, que el aliento sucumbía ante la presión del tiempo, sin embargo, no tenía miedo, la moral cuyo fuego le consumía las penas, se mantenía firme en su pecho, cantando en forma de latido, diciéndole en el susurro de la voz de su corazón menguante—Lo hiciste bien Andrés, valió la pena al final.   

Jorge Flores Riofrio
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