Hoy quiero hacerme algunas preguntas, sin duda incómodas, pero necesarias
¿El fin de la ilusión democrática?

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¿Ha dejado de ser Venezuela una nación democrática? Y si es así, ¿será la actual dirigencia opositora capaz de restaurar la democracia política, pacífica, democrática, constitucional y electoralmente?

En la introducción a mi libro Venezuela en llamas (Random House-Mondadori, 2004) advertía que “el Pacto de Punto Fijo, conciliación de élites que le había proporcionado piso y firmeza a la democracia venezolana a partir de 1958, se había ido convirtiendo en un sinuoso y pragmático entendimiento entre las cúpulas partidistas, los grandes grupos económicos y las organizaciones sindicales. Dentro de este nuevo marco de relaciones de poder, todos pasaban por alto la necesidad de superar la crisis social suscitada por la discrepancia entre un renta petrolera que en términos reales decrecía y una población, dependiente casi únicamente de ella, que en apenas un cuarto de siglo se había duplicado. Los graves desajustes macroeconómicos, el empobrecimiento gradual de la población y la marginalidad como destino fatal de millones de venezolanos, configuraban un cuadro social que las clases dirigentes, inexplicablemente, se empeñaban en no ver. Ni siquiera después del Caracazo se mostraron dispuestas a reflexionar sobre el carácter explosivo de la situación. Como si en el fondo, para ellas, nada grave estuviera ocurriendo en el país. Chávez sí lo percibió y el 4 de febrero, a cañonazos, trató de poner a Venezuela al revés.”

Desde esta perspectiva, resultaba inevitable que Chávez, tras la defenestración de Carlos Andrés Pérez, los 5 años del segundo gobierno de Rafael Caldera y las candidaturas imposibles de Irene Sáez y Luis Alfaro Ucero llegara a Miraflores por la vía electoral. Un notable cambio de estrategia que no le impidió emprender de inmediato la tarea de destruir el entramado empresarial y sindical que aún le servía de fundamento a la desgastada estructura política de la democracia puntofijista. La astucia y la experiencia de Fidel Castro se encargarían del resto. Nadie había calculado, sin embargo, que la enfermedad y la muerte podrían sacar del juego a Chávez anticipadamente. Mucho menos que su sucesor carecía de flexibilidad dialéctica y táctica suficientes para sortear con éxito los peligros que ya acosaban al régimen, y que la oposición estaba atrapada en la madeja de los modos y maneras del antiguo régimen, sin audacia para entender que la nueva realidad política del país exigía la aplicación de mecanismos muy distintos a los de una tradición política democrática que ya no existía.

Contemplar el presente con los la vista clavada en el pasado determinó que incluso después de los sobresaltos del año 2002, con un Chávez que a pesar de estar arrinconado por los contratiempos de aquellos meses insistía en avanzar hacia una ruptura histórica sin vuelta atrás, de muy poco servía. Por culpa de esta falta de imaginación  los dirigentes de la Coordinadora Democrática rechazaron entonces lo que ellos nunca han dejado de calificar como “improcedentes atajos insurreccionales”, y buscaran en la Mesa de Negociación y Acuerdos perversamente armada por César Gaviria y Jimmy Carter para auxiliar a Chávez en su peor momento, la manera de seguir actuando como si en Venezuela existiera una relativa normalidad democrática.

¿No es exactamente eso lo que ahora hacen aquellos mismos dirigentes, integrados desde junio de 2009 en una llamada Mesa de la Unidad? En este caso, ¿cancelar el juicio político a Maduro y desconvocar una vez más a los ciudadanos con el pretexto de sentarse a una mesa como aquella, servida por José Luis Rodríguez Zapatero y su combo de ex presidentes latinoamericano con el respaldo del Vaticano y de Washington, todos resueltos a desarticular la indignación ciudadana y brindarle a Maduro la estabilidad política necesaria para llegar políticamente vivo hasta las elecciones previstas para diciembre de 2018? Es decir, ¿sacrificar abruptamente la legítima ilusión democrática del país con tal de evitar una supuesta guerra civil, como si la disyuntiva de matarnos o entendernos no fuera lo que realmente es, un dilema absolutamente falso, porque como todos sabemos entre esos dos extremos existen múltiples opciones? ¡Ay, Aristóteles?   

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