La política desde los principios

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Venezuela no debería tener plan B. Aquí vivimos y aquí debemos dar la pelea para superar este trance tan duro, este socialismo ruinoso que se ceba en nuestra felicidad y que intenta transformarnos en siervos de un sistema que solo puede repartir hambre y miseria. El colapso que vivimos, con todas sus secuelas, es la demostración de que no es posible apuntalar un modelo que está intrínsecamente quebrado. Ludwig von Mises lo señaló con luminosa sabiduría: “El socialismo es imposible ya que, al abolir la propiedad, no hay precios y, por ende, no hay posibilidad de evaluación de proyectos, de contabilidad o de cálculo económico en general. No se sabe si es más económico construir caminos con asfalto o con oro, porque al desechar el cálculo de costos también se destruye cualquier consideración sobre lo que es técnicamente mejor”. Y si no hay economía no hay posibilidad alguna de intentar la realización de una prosperidad basada en la libertad.

Un régimen de controles y de planificación central siempre termina con policías saqueando comercios, y con organismos de inteligencia tratando de hacer creíbles las teorías paranoicas de la conspiración inventadas por los gobernantes. Esfuerzo vano porque no hay forma de encubrir un defecto de origen, cual es que el socialismo no funciona sino para construir desventura. Si lo dicho es verdad incontrovertible entonces no tiene ningún sentido seguir intentándolo. No hay socialismo light, no hay ninguna posibilidad de funcionar al margen de las leyes del mercado, no hay forma de garantizar orden social sin estado de derecho y un gobierno limitado a sus competencias específicas. No hay forma de enmendar este socialismo, no es cuestión de que unos mejores vengan a realizar lo que los otros no han podido. Hacer política desde los principios significa reconocer que la senda del socialismo solo conduce al abismo.

La alternativa es la libertad. No es, por cierto, el progresismo. Mucho menos, el modelo vernáculo intentado por los nuevos populistas, viejos “bate quebrados” de la demagogia, que hoy dicen una cosa y mañana otra. Hacer política desde los principios es mantener el sentido de realidad para saber que los gobiernos no están para planificar, ordenar, exhortar o intervenir la economía. Cuando lo hacen no resuelven nada, su resultado es el agravamiento de la condición de la gente. Los gobiernos no están para fijar precios o para ordenar saqueos de la propiedad privada. Los empresarios no están para cohonestar el desvarío, aplaudir al hombre fuerte, convalidar sus excéntricas excusas, y mucho menos para negociar el dólar preferencial y el cupo que a ellos les corresponde. Cuando los países practican el intervencionismo aseguran la condición servil de las mayorías y la constitución de espacios privilegiados al que solo tienen acceso los miembros de la perversa maquinaria de la represión. Hay que desconfiar de los regímenes que ordenan vender zapatos por debajo del costo a la vez que exigen al mundo un mejor precio para el barril de petróleo. ¿Por qué lo que es bueno para ellos resulta una conducta criminal en los otros? Eso ocurre siempre que se sustituyen los principios por el cálculo pragmático, populista e irresponsable que quiere infructuosamente transformar la realidad en un carnaval del absurdo. Un ciudadano honesto no se puede prestar a la práctica sistemática de la mentira y del oprobio.

La insensatez tiene su precio. No hay almuerzo gratis. La rebatiña de la mañana es la inflación del atardecer. El saqueo que se practica al mediodía es la escasez de la semana siguiente. La violación del libre comercio se transforma rápidamente en desempleo. El aumento de salarios por decreto es hambre para hoy mismo, el creer en que la solidaridad de los pueblos es un seguro para las crisis solo reafirma la idiotez del que lo practica. Con los insensatos nadie quiere hacer negocios. Los “mala-paga” y los “botarata” terminan siendo el hazme reír de los que un momento anterior los halagaban para sacar su tajada. El pendencierismo termina agotando a todo el mundo. Y frente a eso no hay relativismo posible. Lo malo es malo, sin atenuantes. Los errores se pagan y los que no tienen un plan político alternativo quedan a la vera del camino.

Después de más de veinte años de socialismo infructuoso estamos viendo sus consecuencias. Un país destruido con un gobierno que practica la represión con impudicia. La alternativa no puede ser la reivindicación de lo mismo. Pero hay que decirlo. Las leyes económicas y ofertas políticas como “el plan Guanipa” no son nada distinto a lo que hay vigente. Leyes como la de “producción nacional” son el mismo socialismo, pero con vaselina. El incrementar el gasto público y la indisciplina fiscal es malo tanto si se busca premiar a las madres del barrio como si se busca dotar de “cesta-tickets” a los jubilados. La competencia no debería ser la demagogia. Los que compiten no deberían hacer gala de tanta pobreza de criterio, conocimiento y principios. Los que aspiran a dirigir el país deberían al menos tener una visión del país alternativo, diferente al socialismo y también diferente a la democracia de compinches, con los derechos económicos suspendidos, y con un gobierno voraz, coleccionista de empresas públicas, productoras de burócratas prósperos y deuda fiscal. La alternativa es la libertad.

Practicar la política desde los principios debería poner límites al disfrute del poder. El poder solamente tiene sentido cuando se transforma en el fiel sirviente de la libertad de los ciudadanos. El poder debería ser el perro guardián de los derechos y garantías de la gente, el mastín de unas reglas del juego que permitan a cada quien desarrollar su propio proyecto de vida. El poder debería ser encomendado a quien se comprometa al desmontaje del estatismo. Un gobierno que garantice abundancia institucional, división de poderes, reglas claras y justicia. Que sea capaz de desprenderse del disparate de las empresas públicas, y que denuncie la falacia de “sectores estratégicos”. Un gobierno que no se piense como mejor que el resto de los ciudadanos. Un gobernante que se deslinde del estatismo aplicado a la empresa petrolera, ahora arruinada, corrompida e incapaz de ser útil. Un mandatario que no quiera estar en el centro de la pista, ni presuma de ser el más importante, que no se pretenda el más sabio, ni siquiera el imprescindible. Practicar la política desde los principios requiere que se proscriba la reelección en todos los cargos ejecutivos, y que se practique la rendición de cuentas como un derecho inalienable de los ciudadanos.

La alternativa es la libertad. El totalitarismo es una epidemia psíquica. El antídoto al totalitarismo es el derecho a disentir. Mejor aún, es transformar el derecho a disentir en un hábito, en una interrogante constante, en una exigencia pertinaz. El gobierno quiere nuestro silencio. Y la oposición quiere complicidad con sus errores, exige permisividad y tolerancia con sus inconsecuencias. El régimen invoca como fin supremo la entelequia del socialismo, que exige hoy, mañana y siempre, la disciplina del hombre nuevo. La oposición coloca en el mismo altar el imperativo de la unidad. Exigen una complicidad con sus malos resultados en aras de una unidad que ni siquiera ellos practican, pero que a nosotros nos imponen como argumento. Hacer política desde los principios es asumir la responsabilidad por las consecuencias derivadas de los propios actos, y entender que a veces hay que ceder el paso a otros que quieran y puedan hacerlo mejor. El totalitarismo congela cualquier renovación de los liderazgos, incluso de aquellos empeñados en el error. El totalitarismo grita en nuestro inconsciente que no hay alternativas a la patria socialista o a la unidad de los desaciertos. Pero si la hay. La alternativa es la libertad.

Hacer política desde los principios es compadecerse de la suerte de los ciudadanos, reducidos al servilismo y a la paradoja. La gente tiene que aferrarse a algo, y a veces no tiene otra posibilidad que asirse al clavo ardiente de una falsa alternativa. O de intentar buscar en la oscuridad cualquier sombra que parezca tenderle la mano. Por eso, en medio de tanta angustia el político con principios es cercano, explica y predica un propósito ulterior, diferente, estable e inspirador. El político con principios es buena compañía de la tribulación, y tiene presente las palabras de San Pablo: “Porque, aunque soy libre de todos, de todos me he hecho esclavo para ganar al mayor número posible.  A los débiles me hice débil, para ganar a los débiles; a todos me he hecho todo, para que por todos los medios salve a algunos”. Y aún así, con esa disposición al compartir la misma suerte, el político con principios desecha la tentación del pragmatismo, palabra que suena decente a algunos obcecados, pero que es sinónimo del populismo. No es a cualquier precio ni por cualquier vía que tiene sentido llegar al poder. El poder solo tiene sentido trascendente para servir y para garantizar la libertad.

Algunos dicen que no es posible una alternativa. El país empobrecido, arruinado y hambreado requiere de más socialismo, a pesar de que el socialismo es la causa que explica la tragedia. Ojalá no caigamos en la trampa del nuevo “ogro filantrópico” que al final devorará con voracidad las escasas libertades que nos queden. El desafío que tenemos por delante es todo lo contrario, a seguir viviendo entre las ruinas ideológicas del socialismo. Como cuando pasa un tornado, de lo que se trata es de limpiar el terreno y edificar con bases nuevas. El camino de la prosperidad es la libertad. Superar la pobreza requiere de la creación de millones de empleos. Millones de empleos solamente son posibles con cientos de miles de nuevas empresas. Y cada una de esas empresas requieren confianza, mercado, derechos de propiedad y estabilidad política. Los venezolanos necesitan seguridad, justicia y servicios públicos eficientes. Y esa condición mínima indispensable solo es viable con un estado más contenido, concentrado en eso, disciplinado en sus finanzas, y favorecedor de todo el mercado que sea posible concebir. La alternativa es construir las bases para la libertad, con imaginación libertaria y principios firmes. ¿Será mucho pedir?

Víctor Maldonado
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