Del “buen” revolucionario al consecuente totalitario: salgamos de allí

del buen revolucionario

El libro más importante del siglo XX venezolano –clave para toda Hispanoamérica¬ es para mí, sin duda alguna, “Del buen salvaje al buen revolucionario”, de Carlos Rangel. Con cultura, lucidez y verbo certero, Rangel desmonta, sin piedad, los mitos que han impedido que Hispanoamérica establezca una relación con la realidad que le permita avanzar hacia una razonable estabilidad política y un progreso menos zigzagueante.

El establishment político-cultural de los setenta, acostumbrado a consensos de fondo, se ocupó de que la irradiación de la obra fuese limitada. Había que detener esa máquina de lucidez: lo que estaba en juego era nada menos que el conjunto de mitos que nos desculpabilizaba de nuestro fracaso relativo y ponía la responsabilidad de nuestras penurias sobre hombros ajenos. Éramos bastante pobres y muy revoltosos, sí, pero ostentábamos la superioridad moral de la víctima y portábamos el germen de una nueva humanidad.  Hispanoamérica, escribe con ironía sangrante Rangel, es, ni más ni menos “hija del buen salvaje, esposa del buen revolucionario, madre predestinada del hombre nuevo”. Había que mantener en pie el magnífico edificio a como diera lugar.

Pero es el nuestro un edificio peligroso: sus fundamentos dan pie firme al totalitarismo. En efecto, creer que hubo un buen salvaje implica pensar que la perfección humana es posible sobre esta Tierra. Y quien “sabe” que el bien absoluto es factible no puede sino imponerlo: es el imperativo moral del buen revolucionario. Tras una lucha sin cuartel con las fuerzas del mal, estos héroes habrán de hacer parir a Hispanoamérica un hombre nuevo, un hombre bueno, como su ancestro precolombino, el buen salvaje. Y, por supuesto, de ello habrá de beneficiarse la Humanidad toda. Y, claro, quien se oponga habrá de ser reeducado, expulsado, encarcelado, eliminado. Es por el bien de todos.

Al pie del altar de nuestros mitos ofrendamos un sacrificio gigantesco: la libertad. El sacrificio toma como camino predilecto el “atajo revolucionario”, que desprecia el derecho, la institucionalidad, la separación de poderes, la racionalidad económica, el largo plazo y, sobre todo, los sueños de cada individuo. Estas “tomas del Cielo por asalto” terminan invariablemente en envilecimiento, pobreza y represión que, para el buen revolucionario, son el precio a pagar por la transición hacia el Paraíso… que nunca termina de aparecer.

Hispanoamérica es una promesa permanente, un mañana luminoso que nunca amanece. ¿Culpa del imperialismo, de las oligarquías, del capitalismo? Respondemos que sí y al hacerlo quedamos atrapados en la impotencia: el que tiene que cambiar es el otro. Mientras tanto nos resignamos o vociferamos o vamos en pos de quimeras. Y nunca amanece: el desatino nunca lleva a la ansiada bahía de paz y bienestar.

En el siglo XXI la presa más cabal de estos mitos en Hispanoamérica ha sido Venezuela. Invocando resistencias de nobles indígenas, denunciando a españoles, gringos y corruptos, exaltando a militares esclarecidos y generosos, irrumpió, cabalgando, jinete vengador de todas las injusticias, un caudillo, un buen revolucionario cuyo dedo apuntaba –lo cito– al Paraíso en la Tierra: el socialismo. Mientras llegamos a ese horizonte… represión, miseria, envilecimiento como antes jamás. Nunca amanece.

Basta. Ha de amanecer. Hay que prender la máquina caza-mitos, mirarnos lúcidamente al espejo, ver cómo hacen los que han construido libertad y prosperidad, adaptarlo a nuestro caso. Sin complejos. Sin autoengaños. Y avanzar con pie firme. Ha llegado la hora de Carlos Rangel.

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