De cómo caí preso

Sonó la alarma, me levanté, me cepillé, me vestí y cuando bajé, ahí estaban rodeándome con sus uniformes marrones. Se trataba de todos los pupús de los perros de mis vecinos que decoran la calle en donde vivo. Eran demasiados… por todos los flancos. No podía salir. Dar un paso en falso, me costaría la suela de un zapato y una posible amebiasis (siempre y cuando el regalito del perro no estuviese fresco y me provocara un resbalón, dejándome plantado de nalgas en la acera). En ese momento comprendí algo demoledor: estaba preso en mi propia calle.

Me devolví a mi apartamento, agarré los binoculares y me puse a divisar con detalle dónde se encontraban estas minas terrestres perrunas. Hice un mapa y lo programé en el GPS de mi teléfono con el fin de hallar el camino correcto para llegar hasta la parada de autobuses sin pisar una. El teléfono colapsó. En mi calle es más difícil pisar acera limpia, que sucia de “caquita” de perro. Porque así le llaman algunos dueños: “caquita”. Pues les informo a los “dueñecitos”. Comienzo a sospechar que ustedes no tienen perros, sino ganado, porque los tamaños de algunas “caquitas” alcanzan para abonar un campo de fútbol entero.

Me devolví a mi apartamento. Acto seguido le escribí un correo a la ONU y al ACNUR -la oficina encargada del tema de desplazados por minas terrestres. Llamé a Juanes para dar un concierto en mi calle con el fin de despertar la conciencia sobre estas minas caninas. Hemos llegado a un punto en donde no pueden entrar ni salir peatones a mi calle. Estamos realmente presos. Sumado a eso, según varios estudios, los excrementos de ciertos animales estimulan el efecto invernadero en el planeta, aumentando el calentamiento global. Ahora entiendo por qué en mi calle ya se siente como Maracaibo en Semana Santa.

¡Pero eso sí! ¡Vayan temblando, dueños de mascotas de mi calle! El día final se acerca. Ya pronto me convertiré en el superhéroe justiciero de las heces caninas. No les sorprenda si un día regresan a su casa y ven un regalote en la puerta de sus casas. No se sorprendan si un día están paseando su querido mejor amigo del hombre y desde mi balcón les cae una bomba de agua o una bola de papel toilette mojado.

Sin embargo debo agradecerles los anaqueles de pupudrilos exhibidos día a día en nuestra calle. Poco a poco han ido formando un muro natural de contención para protegernos de los malandros que entran a robar en motos. Esos panes franceses de sus perros ya han provocado la retirada de varios antisociales asqueados.

Ahora, ¿y si era yo el equivocado? Por eso, cuando llegó el tercer día de mi encarcelamiento, decidí pasar la noche en vela, en plena calle, para comprobar algo. Quizás mis vecinos sí recogían los submarinos de sus perros. Quizás eran los perros callejeros quienes venían a hacer sus necesidades en nuestra calle. No lo sé. Pasaron las horas y como a las tres de la mañana llegó una bandada de cuatro perros callejeros. Me puse alerta a ver qué hacían y me escondí detrás de un carro para observarlos de cerca. No sé si era mi insomnio o el fuerte olor de la calle, pero comencé a escucharlos hablar. Lo hacían en perfecto español. De hecho uno de ellos comenzó a decirle al resto que iba a escribir un artículo, pues ya estaba harto. Desde hace unos años para acá, por cualquier calle de Caracas que caminaba, siempre encontraba un charco de orine humano. Eso ya lo estaba haciendo sentir preso.

Reuben Morales
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