¿Por qué de la aldea monotemática?

Libre por definición, la controversia de la vida democrática adquiere una pertinencia, complejidad y profundidad que, ocurre desde hace demasiado tiempo en Venezuela, contrasta con el hastío, simplicidad y ligereza en el tratamiento de los problemas comunes. Toda dictadura pugna por imponer constantemente su versión de las realidades, aunque esa yunta espantosa del eufemismo y del cinismo nunca logre subvertirlas y domesticarlas eficaz y completamente.

El esfuerzo inicial consiste en reducir a toda la sociedad, por muchas o pocas que sean las tradiciones de independencia que la pavimenten, a una suerte de aldea taciturna, desalumbrada y peligrosa.  Destruir o reemplazar las extensas avenidas, calles y callejuelas del pluralismo, significa transitar o intentar el tránsito resignado por las escasas, precarias  y circulares veredas del poder, allanadas por el abuso de un lenguaje que desoriente hasta consumarnos en la abulia del desatino.

Sobresaturada por noticias ciertas e inciertas que se reemplacen entre sí, la opinión pública – dejando de serla – va incapacitándose para tratar y digerir una agenda extensa de temas y materias, a favor de la que monotemáticamente imponga el gobierno. Lenta, pero segura, las fuentes periodísticas se desespecializan, mientras que los actores públicos – fuesen o no de carácter político – ejercen una vocería cada vez más elemental, autorizando – incluso – la improvisación: no por casualidad, sintoniza con la escasez de médicos que, celebrando además al paramédico que queda a la mano, debe resolver, arriesgándonos, asuntos muy propios del cardiólogo, el neumonólogo o el oftalmólogo que ya no se tiene y con el fármaco que la fortuna dispense.

Luego, la censura y el bloqueo informativo constituyen – apenas – un dato de la cultura cívica que minimiza cualquier disidencia y hasta hace de la propia coincidencia con el régimen, una experiencia pésimamente laudatoria.  En definitiva, una experiencia de descomposición moral que se convierte en hábito.

La vieja prensa, por ejemplo, reportaba el normal y simultáneo tratamiento de numerosos casos denunciados, consultados con los especialistas, decididos por los poderes públicos, ventilados con el aporte hasta de un vocabulario que asimilábamos a la existencia cotidiana que, en nada, se parece a la actual imposición del “injerencismo” de la Carta Democrática que anula o dice anular el nuevo incendio de Amuay, el drama de las panaderías, el fracaso deportivo o el aislamiento cultural del país.  Por ejemplo, desarrollando las fuentes periodísticas hasta el detalle hoy inconcebible, siendo largamente exigente con los opinadores políticos, traer al tapate un asunto petrolero obligaba a precisar los flujos de producción, el cambio de patrones de refinación, la orimulsión o la transportación del crudo; una hazaña deportiva, contaba con expertos que la ventilaban autorizadamente en el ámbito beisbolístico o de otra disciplina, hasta hurgar en alguna particularidad del fildeardor o bateador; o las telenovelas, nos deslizaban hacia los roles secundarios, el tema musical o las venturas y desventuras del protagonista: cada tema competía y  lograba una cuota de  tiempo en el tapete de la opinión y, de un modo u otro, procesaba la variedad de inquietudes que suscitaban, algo imposible en una aldea monotemática.

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