Votar “con el pañuelo en la nariz”

Esta es una frase que se le atribuye a Rómulo Betancourt y que sigue siendo usada hasta nuestros días cuando en una elección popular, por razones tácticas, debe votarse “por el menos malo”.

La primera ocasión en la que Betancourt la usaría fue en 1936, cuando el general Eleazar López Contreras −para adjudicarse visos de legitimidad pero manteniendo las formas republicanas− se hace elegir presidente por el Congreso de la República, abrumadoramente gomecista. Ante ello, Betancourt y las fuerzas democráticas del país que se oponían al gomecismo (agrupadas en la coalición ORVE), toman la decisión de aceptar y promover la reunión del Congreso gomecista para revestir de legitimidad a López Contreras.

Posteriormente, en 1941, Betancourt al regreso del exilio (y dentro de una nueva coalición, llamada PDN), promueve la candidatura “simbólica” de Rómulo Gallegos a la presidencia de la república. La candidatura era simbólica porque de nuevo un Congreso gomecista eligiría en una elección de segundo grado al sucesor de López, que terminaría siendo el general Isaías Mediana Angarita, andino y Ministro de Guerra y Marina de su predecesor. Como era de esperarse, resulta vencedor Medina con 120 votos a favor, frente a 13 votos de Gallegos. Sin embargo, la candidatura simbólica de Gallegos dejó clara una conciencia en sus electores de que la efervescencia en las calles de los últimos años tenía un cauce hacia una eventual conquista del poder. Por ello, se organizaron por todo el país los llamados “Comités Pro Elecciones Libres” y se hizo una campaña como si realmente se hubiese tratado de una elección popular legítima, con pancartas, afiches, mítines, giras y concentraciones públicas por varios estados del país, que sentaron las bases de una democracia que se encontraba en construcción y de una inmensa vocación de poder que aún no daría sus pasos definitivos.

De manera que, durante los nueve años de transición hacia la democracia entre 1936 y 1945, encabezada por los generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, el país entró hacia una necesaria democratización. En 1936, López adoptó la corbata y el traje frente al uniforme militar, permitió moderadamente la actuación pública de todo tipo de organizaciones políticas e impulsó la creación de programas sociales; demolió La Rotunda, la cárcel de los enemigos políticos de la dictadura gomecista donde ocurrieron toda clase de torturas. Todo esto causó impresión en el imaginario de la época y afianzó la certeza de que se estaban viviendo tiempos de cambio. Posteriormente, Medina Angarita permitió la actividad de los partidos de izquierda en la arena política, promovió la actividad sindical, el Congreso (con mayoría del partido de gobierno, el PDV) propuso y llevó adelante una reforma constitucional, modificó el Código Civil, consintió la elección directa y universal para los consejos legislativos, etc. De tal suerte que la participación “simbólica” de la oposción en las elecciones del posgomecismo, se insertó dentro de una transición a la democracia y de un reblandecimiento del antiguo régimen dictatorial, que vería finalmente sus frutos irreversibles en 1948 y 1958.

Así las cosas, trayendo esos ejemplos al presente –y atendiendo algunas comparaciones inefables hechas por ciertos intelectuales orgánicos y políticos de vieja carrera− nos encontramos en las antípodas de ambos casos. No puede ser lo mismo participar en una “ficción electoral” en medio de la radicalización de un régimen dictatorial y de una transición hacia el totalitarismo. En estos momentos por ninguna parte se vislumbra siquiera una apariencia de viraje hacia la democracia, sino por el contrario, estamos frente a un recrudecimiento de la represión, con cada vez más presos, torturados, perseguidos y exiliados, cierres de medios de comunicación, aislamiento internacional y uno de los fraudes electorales más escandalosos de la historia. En ese sentido, las razones tácticas y la vía del realismo político de algunos dirigentes de la oposición institucionalizada de participar en una “ficción electoral” para asegurar su supervivencia, constituye un error colosal, ya que obtener cargos públicos no equivale a tener poder real y lo que está en juego es realmente el exterminio total de cualquier disidencia en el corto plazo. Estamos frente a una cúpula totalitaria que no respeta de ninguna manera las formas republicanas, que no tiene límites de ningún tipo y que pretende pasar una aplanadora sobre nuestra ya debilitada institucionalidad.

 

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