De una necesaria resemaforización

Fotografía: Cae el poste del semáforo encima de una camioneta de transporte público, interrupción y colapso del tránsito. LB (Caracas / Quinta Crespo, 03/08/2016).

La masiva aparición y circulación de los automóviles, algo muy relativamente tardía en la Venezuela que iniciaba el tránsito de su industria petrolera, consagró todo un artefacto explicativo de la cotidianidad: el semáforo. En una rápida evolución, supo de distintas vistosidades y modelos hasta alcanzar la incuestionable jerarquía que ha merecido en las ciudades más ordenadas, por sobrepobladas que sean.

Obviamente, los importábamos con  plena justificación de un gasto que, en última instancia, contribuía a la disciplina ciudadana, generando el correspondiente empleo para su mantenimiento, aunque existen referencias de ciertas etapas de ensamblaje o de manufacturación de un aparato sólo aparentemente sencillo que, hoy, sabe de una precisa programación electrónica. Despuntando, por una parte, la necesaria correlación con el ensamblaje o producción nacional de carros, motocicletas y camiones, añadidas las modestas bicicletas,   acentuaban el esfuerzo de  señalización de avenidas, calles y callejuelas, dándonos una certeza del seguro recorrido, nunca bien ponderada; y, por otra, fenómeno propio de la sociología y de la psicología social, quizá desconocido por la historiografía, obligaba a una distinta relación de convivencia en nuestras principales urbes, reafirmándola como toda una convicción personal.

Tendiendo al desorden, la metrópoli agotaba sus mejores esfuerzos por corroborar esa convivencia respuestuosa y pacífica y, así, con una espontaneidad que ahora asombra, el insigne y trabajador agente policial caraqueño, Apascacio Mata, por ejemplo,  se convirtió en un legítimo emblema de la caraqueñidad al dirigir el tránsito automotor en décadas ya distantes, adecuadamente auxiliado por el semáforo cercano a la esquina de Sociedad. Todavía recordamos la conformación de los llamados patrulleros escolares que, al concluir las clases, ayudaban al recorrido de sus compañeros, guiados por las luces esquineras de un poste que valoraban por su mecánica autorización.

Huelga comentar la ruptura de nuestros citadinos con el semáforo que ya no tiene esa autoridad antaño reconocida y que, al violentarlo, a cualesquiera horas, bajo el riesgo de un choque innecesario y, a veces, fatal, celebra la supuesta viveza y habilidad de un conductor que, por cierto, no se atreve a mejores causas.  Por lo demás, convengamos, la detención que ordena, por brevísimo que  sea el instante, puede facilitar un asalto a mano armada o desarmada que multiplica las cifras delictivas que el mismo Estado procura ocultar a todo trance.

Algo semejante ocurre con el peatón y, por siempre amenazado, trata de sobrevivir a los rigores de la intemperie callejera. Atrás queda el propósito que tuvo el  alcalde Antonio Ledezma, por ordenar el paso de cualquier transeúnte,  pues, a sus sucesores – añadido el tal gobierno del Distrito Capital – les importa un bledo ese poste luminoso, apenas justificado para trenzar grandes pendones y colgar costosas cámaras dizque de seguridad, cuya adquisición y supuesto mantenimiento generan jugosas comisiones.

Nada extraña que los semáforos sobrevivientes se dañen, intensificando  aún más el caos en los momentos difíciles de la vida cotidiana. Ni siquiera los funcionarios policiales acuden a solventar la situación, salvo honrosas excepciones, por muy cercano que se encuentre el llamado cuadrante de la Guardia Nacional Bolivariana que, consabido, tiene por tarea principal la de prevenir y reprimir el descontento de la ciudadanía, nada más.

Recobrando su alto valor pedagógico, el reordenamiento de la urbe para hacerla vivible, aconseja la resemaforización efectiva de sus principales arterias, sumadas las aparentemente secundarias y, faltando poco, la reindustrialización de todas las señales comunes.  El asunto podrá considerarse como una banalidad, en medio de la peor crisis existencial de la vida republicana, pero – precisamente – superarla, al mismo tiempo que la dictadura que la produjo, sugiere reivindicar la diaria, respetuosa y pacífica convivencia que nos merecemos.

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