Cuando la ciencia se niega a morir

No hay sector coherente que pueda negar la agobiante crisis que cubre a Venezuela, el veloz encarecimiento de la vida golpea sin piedad los bolsillos de los ciudadanos, quienes apenas logran abastecerse de algunos víveres para subsistir. Los hospitales se han convertido en lugares pavorosos, donde los insumos más básicos sencillamente no existen. La delincuencia se desborda por cualquier rincón de la ciudad y los bancos carecen irónicamente de dinero efectivo. Mientras, los responsables de las principales políticas nacionales sólo se remiten a realizar aumentos salariales, simples oasis para los más incautos. El escenario es oscuro y la salida más expedita al parecer es Maiquetía o cualquier otra vía porque los vuelos internacionales han menguado ante la galopante destrucción de la producción e inversión privada.  

En este sentido, el país parece hundirse en las profundidades del hades, el abismo del Gólgota es nuestra traducción más clara del presente. Sin embargo, aún quedan instituciones forjadas en la llamada cuarta república y que hoy se niegan a la extinción.

Las décadas de los sesenta, setenta y ochenta vieron nacer un conjunto de organismo destinados al desarrollo de la investigación académica, las universidades constituyeron un natural espacio para la creación intelectual, nacieron revistas arbitradas, centros para el debate, se desarrollaron eventos de gran significación y el intercambio con la comunidad científica de la región fue sencillamente sorprendente.

En el caso puntual del Instituto Pedagógico de Caracas, un grupo de profesores comprometidos con su labor (el docente universitarios debe ir más allá de una clase magistral) fundaron en primera instancia un espacio para la discusión en materia historiográfica, así nace el 13 de diciembre de 1976 el Centro de Investigaciones Históricas Mario Briceño Iragorry, impulsado por la profesora Floraligia Jiménez de Arcondo, quien regresaría de España con buenas y prometedoras ideas.

Más tarde en 1983, del centro de investigaciones erigido en 1976 germinaría la revista de estudios históricos Tiempo y Espacio, una iniciativa llevada con las dificultades propias de cualquier proyecto editorial, de esta manera, Tarcila Briceño de Bermúdez directora de la revista, trabajaría con pulso decidido al lado de un brillante grupo compuestos por excelentes docentes e investigadores, tales como: Elina Lovera, Domingo Irwin, Lila Mago de Chópite, Freddy Domínguez, Consuelo Escalona, Virglio Tosta, Morella Jiménez, Rosalba Moret y todos los que de una u otra forma participaron tenazmente.

Treinta y cuatro años después, la revista se niega a la extinción. Su último número impreso vio luz en 2010, la imposibilidad de financiar el costoso trabajo de imprenta llevaría a Tiempo y Espacio al mundo digital, momento propicio para surcar nuevas aguas y conquistar otros horizontes, siempre con la firme convicción de resistir y sobrevivir. Por su parte, los catálogos internacionales han evaluado positivamente la revista, posicionándose en los más importantes Índex del mundo, prueba infalible del trabajo desarrollado en tres décadas. La revista ha constituido el punto de partida para muchos historiadores, además de una fuente de consulta para estudiantes y profesores.

Mientras en otros países (algunos muy cercanos a nosotros) la producción intelectual va en aumento, en Venezuela algunas luces se están apagando, y un manto de oscuridad se acerca peligrosamente, la muerte de la academia es silenciosa, el ciudadano que transita nuestras calles poco o nada sabrá del decaimiento de nuestra producción intelectual, pero el daño al final de la jornada será catastrófico, allí radica la importancia de revistas como Tiempo y Espacio, que se sostienen valientemente esperando nuevos tiempos y mejores espacios.

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