De Ginebra a Rupununi

El 16 de diciembre de 2016, transitando de las manos de Ban Ki-moon a las de António Guterres, la Secretaría General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) fijó el plazo perentorio de un año para remitir el conflicto territorial a la Corte Internacional de Justicia (CIJ),  de no alcanzar Venezuela y Guyana una negociación exitosa en el marco del Acuerdo de Ginebra.  Poco tiempo después, Guterres nombra a D.H. Nylander, con experiencia en el conflicto colombiano,  como su representante personal con un “reforzado mandato de mediación”, cuyo desempeño no es exactamente al del consabido Buen Oficiante.

Demasiado poco o nada, excepto el ocupante de Miraflores, los venezolanos sabemos de las efectivas diligencias de tan alta representación respecto al Esequibo, además, oficial y públicamente reunido en varias ocasiones con la oposición guyanesa, como no la ha  hecho debidamente con la venezolana.  Expectantes, esperamos el vencimiento del plazo, aunque lo más sensato, incluso, para Georgetown, es el de perfilar las mejores posibilidades que todavía ofrece el camino abierto en la capital suiza por 1966.

Nada más oportuno que traer a colación el magnífico título de Guillermo Guzmán Mirabal, sustentado en una pormenorizada investigación y sugestiva interpretación de los archivos del otrora canciller Ignacio Iribarren Borges: “Del Acuerdo de Ginebra a la rebelión del Rupununi. Tres años del proceso de la Guayana Esequiba (1966-1969)” [Academia Nacional  de la Historia, Caracas, 2016].  La extraordinaria edición de tan atractivo diseño de portada, nos conduce a la preparación y consumación del levantamiento acaecido en el vecino país oriental que comprometió también la atención y los esfuerzos del nuestro, no  sin relacionar lo que constituyó toda una Política de Estado, ciertamente sacrificada en el presente siglo, entendido el ámbito exterior como un asunto de exclusiva y arbitraria competencia presidencial.

A la decidida sistematización de los hechos, contextualizadas las más variadas vicisitudes reportadas por una reclamación persistente, legítima e histórica, se une una claridad conceptual que, en cierta clave de literatura de suspenso, nos remite exitosamente a un importante y grave proceso para la toma de decisiones. Por lo pronto, más allá del específico o concreto asunto tratado, nos impone, por una parte, del cuidadoso, quirúrgico y sobrio proceso que caracterizaba toda decisión de Estado y, por consiguiente, la innegable vocación de estadistas de muchos de los que lo concursaban y, por sus aportes directos indirectos a la discusión, daban también  testimonio desde la oposición, en evidente contraste con el presente; y, por otra, ejemplificando la buena praxis académica, subraya no sólo la importancia del hallazgo de una documentación inédita, sino la del adecuado y profesional tratamiento que merece.

Cumplido el periplo entre el Acuerdo de Ginebra y la rebelión del Rupununi, seguramente quedaron en el tintero del investigador otras inquietudes relacionadas que ojalá podamos conocer más adelante. El aporte de Guzmán Mirabal, por cierto de una modestia personal que agradecemos, contrastante con la inútil estridencia de aquellos que trillan viciosamente el mismo sendero, demuestra que la sociedad civil, por sus académicos y activistas sensibilizados por el tema esequibano, es – necesario reconocerlo –  la que lo mantiene en pie,  frente al liderazgo político confundido en el tablero de las realidades que lo sofocan. Acotemos, por ello, el silencio generalizado ante el plazo que vencerá el 16 de diciembre de 2017, que habla más de la perplejidad que de la prudencia, del extravío que de la conducción, de la enfermiza inmediatez que de la weberiana ética de la responsabilidad.

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