Dile a tu hijo quién es San Nicolás

Mi hijo Tobías tiene tres años y hace unos días se adelantó como siete años a la pregunta fundacional de toda relación padre-hijo. Yo estaba en el baño cepillándome, él entró, me miró con cara de cuaima que trabaja en el FBI, y me dijo: “Papá, tú eres San Nicolás, ¿verdad?”.

¡¡Hubiese preferido “papá, ¿qué es el sexo?”!! Me quedé ponchado. Me sentí como cuando una mujer te lanza esa pregunta concha de mango de la que habla la comediante colombiana Alejandra Azcárate: “¿Qué hacías anoche con Carolina?”. Uno jamás vio a Carolina, tiene una semana sin saber de ella, pero escucha la pregunta e inmediatamente se asusta y duda: “Eeehhh… Ca… ¿Carolina?… Eeehh… yo…“.

Cuando Tobías me preguntó si yo era San Nicolás, me sentí cual comiquita japonesa. Los siguientes dos segundos de mi vida se hicieron más lentos que una pereza con anestesia usando internet venezolano. Durante ese breve tiempo pasaron por mi mente miles de preguntas a la velocidad del tren bala de Japón: “¿Le digo que San Nicolás existe? ¿Y si le digo que soy yo y acabamos el montaje? ¿Y si luego él le dice a todos sus compañeritos que los papás somos San Nicolás y luego llegan todos los representantes del salón a la puerta de mi casa con antorchas y hachas para quemarme en la hoguera por arruinar la infancia de sus hijos? ¿Quién fue el youtuber que le sembró esa idea en la cabeza a mi hijo? ¿Quién será el compañerito que le dijo eso a Tobías para buscarlo personalmente y abrazarlo, pues gracias a él me voy a ahorrar tiempo y dinero en navidad? ¡La comiquita “Rugrats” tenía razón! ¡Los bebés sí hablan cosas serias entre ellos!”

Tras el estallido de ideas, solo logré abrir la boca para decirle a Tobías “Eh… bue… este… no… o sea… Santa sí existe… pero no soy yo… él viene volando… el 25… y llega en trineo”. Él se quedó viéndome –no muy convencido- y se fue. Me pareció verlo ir a la sala, aunque en realidad creo fue a algún rincón secreto del apartamento donde debe tener un centro de comunicaciones desde el cual le dio la noticia a sus compañeritos: “¡Señores, confirmado!… ¡Es él!… ¡Repito!… ¡Es él!… ¡Respondió tartamudeando!… ¡Se cayó con los kilos!… ¡Repito!… ¡Se cayó con los kilos!… ¡Tenemos un posible San Nicolás!”.

Desde ese día, mi esposa y yo nos manejamos con suma cautela. Tobías podría descubrirnos. De hecho temo levantarme alguna de estas madrugadas para ir al baño y encontrarme a Tobías, enflusado, con un cigarro y un café, interpelándome: “Mira, papá, dejemos los embustes, ¿sí? Yo sé que tú eres San Nicolás y que te agarras las galleticas y la leche que dejamos en el arbolito. Yo sé que los regalos los esconden en un rincón del clóset para que no los vea. ¡Es más, chico! Yo sé que el fulano cuento ése de la abejita y la florecita es mentira. Yo sé que nací porque mi mamá y tú tuvieron sexo, ¿ok? Y si le llegas a decir algo de esta conversación a ella, te castigo, ¿oíste? Una semana sin carro, sin control de la tele, sin vino, sin celular y cero música de tu época, ¿ok? ¡Ah!, y de ahora en adelante me das mi mesada en dólares, gracias”.

Hubiese sido mejor decirle la verdad y ya. Todas esas frases usadas para con Santa, ahora podría usarlas a mi favor. “Ay, Tobías, pórtate bien o si no YO no te voy a traer regalos. Mira que YO siempre veo cómo te portas. ¡Ah!, y hazme la cartica a ver qué puedo comprar YO de todo eso”.

No obstante preferí optar por la primera opción salida de mi cerebro: mantenerle la ilusión. Aunque ahora me arrepiento. Esto me pone en la tarea de conseguir un San Nicolás de verdad y eso está muy, pero muy difícil. Si en Venezuela lo que más escasea hoy es un gordo.

Reuben Morales
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