¿El hambre nos hará libres?

A mediados de diciembre, la portada del New York Times estremeció al mundo con imágenes dramáticas de la desnutrición en Venezuela, mostrando cifras alarmantes de niños que murieron por desnutrición severa durante 2017. Las cifras presentadas en el reportaje fueron alarmantes: 11.446 niños muertos por hambre en 2016; alrededor de 1.3 millones de personas que antes podían alimentarse en Venezuela, hoy no pueden encontrar la comida necesaria para la conservación de sus vidas y nueve década diez hogares en Venezuela sufren de inseguridad alimentaria.

Hacia finales de ese mes, las protestas en varios sectores populares del país por los perniles prometidos en el “clap” (bolsas de comida que distribuye el régimen mensualmente mediante un sistema biopolítico de control social llamado “carnet de la patria”), hicieron pensar a muchos opositores que se estaba gestando un movimiento social de las clases más bajas contra la dictadura venezolana. También, las primeras noticias de enero pusieron en relieve la profunda crisis humanitaria que se vive en el país, la aparición de un hambre generalizada que se asemeja a un tipo de pobreza famélica parecida a las hambrunas africanas y del sudeste asiático, que jamás se habían vivido en el país, ni siquiera antes de 1936. En los últimos días hemos visto imágenes dantescas: un tumulto enardecido robándose los plátanos del carrito de un modesto comerciante; una matanza de reses de una finca en Mérida por hordas salvajes hambrientas; un camión de harina de maíz volcado en una vía de acceso a Caracas con gente de los alrededores recogiendo incluso la harina esparcida en el asfalto; una turba de gente en Calabozo, estado Guárico, enfrentada a la Guardia Nacional para saquear un centro de acopio de alimentos. En total, se registran alrededor de 107 saqueos en apenas 11 días.

En este contexto, cierto sector de la opinión pública, influencers, intelectuales y políticos, identifican  ̶ acertadamente ̶  el “hambre” como un signo inequívoco de malestar social. Sin embargo, se equivocan al concluir que ese malestar social, con la conducción correcta, llevará a un cambio político. Esta conclusión es completamente falsa y tiene sus orígenes, al menos en Venezuela, en el mito fundacional del chavismo, que ya es parte de la historiografía oficial revolucionaria: el “Caracazo”. En este relato, el Caracazo es el culmen de las luchas históricas de los marginados cuyos antecedentes los encontramos en la Guerra Federal con Ezequiel Zamora y, más atrás, en la caterva de Boves durante la guerra de independencia.

Es preciso desmontar este dogma auspiciado por casi todos los historiadores modernos. La creencia de que el hambre de un pueblo conduce, finalmente, a su libertad es una falacia histórica, convertida en verdad por ciertas tesis malthusianas del siglo XIX, y después por la historiografía marxista materialista del siglo XX (entre ellos, historiadores como E. P. Thompson). Una historiografía interesada en colocar a las masas como protagonistas del cambio histórico. Los llamados “motines del pan”, o crisis de subsistencias de la era preindustrial, sólo condujeron a sociedades abiertas en los libros de historia. En la realidad, hay suficiente demostración empírica de que lo que llevó al “gran enriquecimiento” y al desarrollo económico de la era industrial fueron las instituciones, los valores y las ideas del siglo anterior favorables a la propiedad, la innovación, la empresarialidad, el ahorro y el interés. Los grandes cambios históricos han venido de quienes han defendido valores abstractos conducentes a la libertad (burgueses, clases medias e intelectuales). La creencia de que han sido las jacqueries y las masas hambrientas las promotoras del cambio histórico, son inventos de los historiadores marxistas para justificar revoluciones genocidas; y de políticos para ungirse de legitimidad y disfrazar la razón de Estado de justicia social.  

De hecho, hoy en día, los países con el índice de desarrollo humano más bajo, con pobreza famélica al borde de la subsistencia, son países con pésimas instituciones que no asoman ningún tipo de «viraje» favorable a la libertad. Y aún países relativamente pobres (en comparación a los primeros), con limitado acceso a bienes y servicios, pero con democracias funcionales, son países que erradicaron las hambrunas endémicas y sus tasas de muertes por hambre son prácticamente inexistentes. Hay trabajos de académicos como Amartya Sen, Martha Nussbaum, Deirdre McClosskey, Daron Acemoglu y James Robinson, etc., que confirman que las libertades de las sociedades abiertas conducen a mayor bienestar. Es decir, que la correlación es inversa a la tesis de que “el hambre nos hará libres”. De hecho, históricamente, el hambre sólo ha conducido a formas cada vez más crueles y perversas de esclavitud.

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