Un soliloquio para plato principal

Uno ve a los ojos del Reverón hecho en tinta por Ly, un amigo comensal, mientras se tararea la vaca mariposa en una versión del Pollo Brito, intentando responder a la interrogante sin hacer la pregunta. Es incierto ya si las cosas saben bien o mal cuando más cuestan, acaso esta pregunta que se sabía respondida ha logrado abrirse paso nuevamente al diálogo, como muchas otras suposiciones ya aclaradas sobre esta tierra latina, hemos llegado a la orilla de cuestionarnos todo lo preestablecido y volver a inventarlo otra vez.

Qué son de nosotros esas tristezas en la mañana, los deseos no cumplidos o las esperanzas desérticas; diremos que tal vez no son más que el anhelo por el logro, la reinvención de lo que camina en sentido contrario a la rendición y la melancolía por la lluvia, precipitando tan tierna y amable. Es fácil caer en las trampas y ya ni eso importa si hemos de sabernos parte de ella, no en el sentido de conocerla y echarle leña, sino  por la costumbre que se nos ha hecho caminar sobre lo incierto, como los huecos a nuestras carreteras o como las bolsas de basura desechas a nuestras aceras. Y es quizás esta la respuesta, que mientras esperamos por lo que haya de llegar -lo que vayamos a resultar-, mientras navegamos en esta niebla yacemos sobre nuestros pies para entibiar el irremediable desconcierto de otros, que también aguardan el futuro, tan igual a cualquiera que ríe sobre las tablas de este Titanic.

Son los apretones de mano nuestro más valioso capital, repelente contra la malicia que socava ignorante. Todas las personas que nos acompañan cuando ha llegado el momento en que ese-bendito-cierre-se-dañó-definitivamente, ya no sube, ya no baja ¡y carajo!, ahora va a haber que cambiarlo, otro más para la lista. Cuando el dinero se pierde solito, en un cruel juego del escondite donde el lobo lo encontró primero y le echó colmillos, no vaya usted, por favor, a perder los amigos, una inversión en estos días que logra multiplicarse. Hay que ser capaz de cruzar la ciudad para sembrar en ellos, de compartirles los pocos detalles, fuertes para ser honestos, valientes para los nuevos, dejarles una carta para empezar a creer, que cuando hayan retomado labores las oficinas postales entonces realmente creeremos; abandonar es rendirse en términos de la guerra, si algo nos enseñaron nuestros genuinos próceres es que más fino es morir de pie, y mientras de pie nos vamos muriendo tal vez resulte que vamos ganando. A todas estas, una sola pieza muere con dignidad pero la colección completa es competencia y esperanza, y cómo nos llamamos Venezuela, y cómo la llamamos grande si perdemos toda visión que nos haga parte del todo, ustedes.

Qué simpática forma de responder, entonces, la interrogante, y esta simpatía una respuesta más, la metáfora como la expresión más cercana a lo literal, real y palpable, para poder soltar, dejar ir, aquello que surge como vapor de agua, tan certero como la quemada que deja en la mano y tan ágilmente fugaz como para desaparecer luego de haberse mostrado en un vistazo, elevándose hasta hacerse invisible. Así resulta, entre la enfermedad y la fe una brecha de tranquilidad-intranquilidad infinita, entre lo posible y lo imposible, el precio de los productos y un montón de venezolanos que sueñan ideas y toman café. He allí respondida, después de todo: para eso estamos aquí.

Barbara Uzcategui
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