Entre bárbaros y hechiceros

Vivimos tiempos de oscuridad totalitaria. Todo parece centrípeto al poder absoluto. Nada puede negarse a gravitar alrededor de la pretensión de controlarlo todo. Poder, recordemos a Max Weber, es la probabilidad de imponer la propia voluntad, dentro de una relación social, aun contra toda resistencia, y cualquiera que sea el fundamento de esta probabilidad. Como es nuestro caso, resulta poco importante reflexionar sobre las razones, lo cierto es que los ciudadanos somos víctimas extremadamente vulnerables de esa capacidad amorfa que pretende obligarnos a hacer y a vivir como no queremos.

El poder se exacerba en los estados totalitarios. Pero es inversamente proporcional a la lógica de dominación. Los mismos que muestran tanta capacidad para doblegarnos son absolutamente incapaces para organizar un servicio público de calidad. Comprender la diferencia requiere que nos dejemos auxiliar de nuevo por Max Weber. Una cosa es poder y otra muy diferente es dominación. La segunda es “la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas”. No es la simple imposición de la mera voluntad sino la capacidad de organizar a la gente para que participen del orden social dentro de una comunidad política. Pasa que el abuso del poder deja a su titular carente de la posibilidad de imponer disciplina. Para que haya dominación y disciplina deben existir estado de derecho y justicia, que son némesis de las tiranías. Esta es la tercera categoría con la que trata de diferenciar Max Weber al poder de la convivencia organizada. Disciplina es, a su juicio, la probabilidad de encontrar obediencia para un mandato por parte de un conjunto de personas que, en virtud de actitudes arraigadas, sea pronta, simple y automática. Vivimos el peor de los regímenes: Poder usado desde la fuerza pura y dura, poder que abusa, poder que, sin embargo, es incapaz de imponer un orden social al caos, la violencia y el colapso. El socialismo del siglo XXI ejerce el poder, sin que por eso haya establecido un régimen de dominación y sin contar con la disciplina de la burocracia.

Los estados totalitarios pervierten la capacidad potencial de sus burocracias. La burocracia socialista es una cárcel psíquica en la que se mezcla la necesidad de algunos con la insensata ideología de otros. El estado las convierte en pandillas de asalto cuyo único objetivo es silenciar cualquier disidencia, o doblegarla hasta hacerla formar parte de un esquema de colaboración escandaloso. En Venezuela nadie apuesta a que esté vigente el servicio público. Las oficinas de atención al público se han convertido en las antesalas de la sospecha y en la experiencia del policial-socialismo. Entrar a una notaría, por ejemplo, y ver un aviso que diga “Aquí no se habla mal de Chávez” es una advertencia de que el estado venezolano no es garante de ningún derecho ciudadano, y que si ellos se enteran entonces no hay trámite que sea fructuoso. Ni qué decir de la inmigración y aduanas de los aeropuertos internacionales.

Los jefes de cada oficina se han convertido en los administradores de un régimen de fuerza, que usa cualquier procedimiento o exigencia como un recordatorio sobre cuáles son las tres condiciones de sobrevivencia: Callar, Calárselo, Cooperar. Las burocracias son comparsas móviles a las que obligan al aplauso y a llenar las calles para que la nomenclatura tenga auditorio. A cambio se ofrece total displicencia y la participación en un saqueo al que a todos les llega su tajada. La práctica del lema “dentro de la revolución todo se vale” transforma al sector público en una organización de cómplices, donde no hay exigencia productiva alguna. A nadie le interesa los resultados. Para ellos solamente tiene sentido el mantener de alguna forma ese espectáculo que insiste en mantener la más brutal disonancia entre la propaganda y la realidad. Y para todos ellos, la oportunidad de ejercer o ser parte de una maquinaria impune que se impone por la fuerza al resto. Todos son, en alguna medida responsables del oprobio que el resto de los ciudadanos vivimos angustiosamente.

Los socialismos reales son una trágica experiencia de malversación de sus cuadros administrativos, que resulta contraproducente a los efectos de intentar realizar sus descabellados planes, porque al hacerlas cómplices de la violación sistemática de la racionalidad, terminan corrompiéndose en su esencia, dejando de hacer lo que deberían hacer para concentrarse en lo que les mandan a hacer. Las empresas no quiebran solas. Los servicios públicos no colapsan sin la participación de sus responsables. Esa mezcla de populismo irresponsable y gestión diletante que caracteriza a todas las empresas públicas venezolanas se cruza con un desinterés criminal. Las empresas públicas quiebran porque los mensajes implícitos son la rapiña y el realismo mágico que espera resultados que antes no se trabajan. La PDVSA roja-rojita es el modelo que nunca más se debería seguir. Y que demostró que el poder absoluto se transforma en rapiña absoluta.

Este socialismo del siglo XXI va a ser el corolario de los socialismos reales del siglo XX.  Cada una de sus experiencias, la rusa, la china, la cubana o la venezolana, han sido apocalipsis autoinfligidos que han transformado en marchas fúnebres lo que fue ofertado como la marcha del progreso. No hay progreso posible sin libertad, y sin un respeto absoluto por la vida y la propiedad. Agnes Heller, a pesar de su marxismo militante, reflexionaba al respecto y concluía que todo apocalipsis intentado por la humanidad no pasaba de ser una parodia y un esfuerzo fallido de deificación del hombre. No dejaba pasar la filósofa húngara la paradójica tragedia que trae consigo cualquier intento de planificación central. El oprobio de una burocracia que se transforma en el dios que da y quita, que asigna y despoja, que determina los qué y los cómo. “¿Qué razón tienen para abandonar a los ángeles la tarea de matar a una tercera parte de la raza humana, cuando los más poderosos o los más progresistas de los seres humanos son también capaces de hacerlo?”

El socialismo del siglo XXI tiene sus propios jinetes del apocalipsis: La planificación central, o si se quiere, la fatal arrogancia del planificador. El segundo jinete es el populismo y la malversación de los recursos que provocan la hiperinflación exterminadora. El tercer jinete es la corrupción y el saqueo en nombre de los intereses de la revolución. Y el último, la violencia pura, dura y brutal. En veinte años esos caballeros han cumplido su cometido: 307.920 víctimas violentas en dieciocho años; 4 millones de venezolanos que se han ido del país. La quiebra del país; el colapso de la moneda; y la hiperinflación más alta del mundo. No cabe duda. El totalitarismo del siglo XXI es la sinrazón colocada en lugar de la razón, la ausencia del sentido entronizada donde debería reinar el sentido. El mal socialista no es solamente malo, es demoníaco.

John Galt, el eximio personaje de La Rebelión de Atlas, se refiere a “la broma más trágica de la historia”, la obsesión del poder ejercido por el hombre que no cesa de inmolar a los hombres en el altar donde adoran al ídolo del instinto y la fuerza. Es una burla funesta en la que se confabulan los místicos de todas las épocas con los conquistadores de siempre. Los primeros proclamando que sus oscuras emociones eran superiores a la razón. Los segundos adoptando la conquista como método y el saqueo como propósito. Ambos, místicos y conquistadores, utilizando la fuerza como única sanción de su poder. ¿No es acaso el socialismo el resultado de un tirano con unos ideólogos que le dan piso? ¿No trascurre la suerte del socialismo por los caminos gemelos de la represión y la colaboración? ¿No se aprovecha el socialismo del “buenismo” de los tontos útiles, que le compran como buenas y posibles cualesquiera de sus artimañas, diálogos falsos y simulaciones electorales incluidas?

¿Bárbaros y hechiceros? Ha llegado el momento de develar el misterio del título. Ayn Rand, de quien celebramos el pasado 2 de febrero su centésimo décimo tercer aniversario, propuso dos arquetipos filosóficos, símbolos psicológicos y realidades históricas. Son la encarnación de dos variantes de cierta visión del hombre y su existencia; representan la motivación básica de una gran cantidad de hombres que existen en cualquier época, cultura o sociedad. Como realidades históricas, son los gobernantes reales de aquellas sociedades que los dejan ascender al poder cada vez que los hombres abandonan la razón. El bárbaro es el hombre que domina por la fuerza bruta, actúa en la coyuntura, no tiene visión de futuro, no respeta otra cosa que la fuerza, y considera que un garrote, un puño o un arma son la única respuesta ante cualquier problema. ¿Quiénes creen ustedes que son nuestra conspicua expresión del bárbaro entre nosotros?

Pero el bárbaro necesita una corte. Son los hechiceros. Para Rand, éstos son un tipo de hombre que le tiene horror a la realidad física. Que se aterra ante la necesidad de la acción práctica. Que no quiere saber la verdad sobre los resultados de la revolución, siempre desastrosos, pero que tampoco sabe cómo resolverlos, no tiene ni la más remota idea de cómo salir del abismo. Por eso escapa hacia sus propias emociones, hacia las visiones de algún reino místico donde la prosperidad, la paz, los resultados del diálogo, las negociaciones, las concesiones, los consensos, la igualdad, la suprema felicidad, son todos resultados de esta molienda del presente que todos ellos, los hechiceros, están patrocinando. Los hechiceros creen que los deseos si empreñan, y que sus convicciones transforman las realidades. Ellos están convencidos de que pueden meter en cintura al bárbaro para que se transforme en ciudadano. Otros pretenden que el bárbaro produzca resultados. O que sea el medio necesario para llegar al éxtasis de la igualdad suprema. Ambos, bárbaros y hechiceros se complementan, se necesitan, colaboran estrechamente, y practican una epistemología animal, irracional, insensata, corta de miras y amoral que los hace indiferentes a cualquier costo que provoquen en los demás, sus siervos.

El bárbaro practica el pillaje y la conscupiscencia absoluta. Disfruta del poder, se hace adicto. Es el hombre concebido por Hobbes como lobo del hombre; desea y persigue todo cuanto encuentra deseable en su entorno. No crea, incauta. El hechicero se agazapa. Es más rastrero. Su método -dice Rand- es la conquista de aquellos que conquistan la naturaleza. No pretenden gobernar los cuerpos sino sus espíritus. Son los reyes de la insensatez argumentada. Para ellos no hay nada que hacer sino colaborar y edulcorar. Ellos son los artífices de las negociaciones espurias, las elecciones fraudulentas y el reconocimiento de las instituciones ilegítimas. Son también los creadores del control de cambios y precios. Son los dictadores del salario mínimo y los malabaristas de las criptomonedas maduristas. Su consigna es “si la realidad no se ajusta a nuestra ideología, peor para la realidad”.  Los hechiceros son justificadores de oficio y los administradores de las crisis de realidad. Los hay que hacen encuestas para tergiversar las opiniones, y los que practican la corrección política con la equivocación de un recién convertido. Hay un hechicero para cada requerimiento del bárbaro.  Pero sobre todo son los que predican la resignación a los tiempos presentes; los que promueven el sacrificio como imperativo ético, al preferir la peor paz posible, la paz del que capitula, a cualquier iniciativa inteligente de desafío social; los que persiguen, hostigan y tratan de intimidar a los que cultivan la razón, inquieren sobre cursos fallidos y denuncian la trama de cooperación con la infamia; los que usan sistemáticamente las falacias, la reducción al absurdo, las falsas analogías y la mentira burda para justificar lo injustificable. El bárbaro posa su trono sobre las espaldas serviles de los hechiceros que están a su servicio.

Vivimos la radicalización del mal: la violencia investida de un poder redentor, y que usa el empobrecimiento atroz que como artífices del  mal ellos mismos provocan, para que en un segundo momento ellos, los empobrecidos y vulnerados sean  reducidos a la servidumbre al ofrecer con una mano lo que antes y después arrancó con la otra. Vivimos la confabulación de todos los personajes de una misma barbarie. Contra ellos debemos aplicar toda la resolución que sea posible. Todo el sentido de realidad que podamos aplicar. Son tigres de papel que, sin embargo, muerden, sobre todo si les conferimos el sentido que no tienen. Ojalá seamos nosotros la última experiencia fallida de esta alianza primitiva donde el mal y la destrucción son las consignas. Mientras tratamos de exorcizarlos no olvidemos pedirle al Señor, con las palabras de Job, que confunda a nuestros enemigos y que les impida el triunfo definitivo, ahora que todavía tenemos algo que reconstruir.

 

Víctor Maldonado
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