Jóvenes sin juventud

«Juventuddivino tesoro,

¡ya te vas para no volver!

Cuando quiero llorar, no lloro… 

y a veces lloro sin querer…» 

Rubén Darío

Éramos la generación que inauguraría el milenio. Éramos la generación que le abriría las puertas al futuro de una vida un poco más fácil, más llevadera, más tecnológica. Éramos la generación del anhelado mañana. Éramos la generación que lo podía tener todo.

Éramos.

Se suponía que éramos, que íbamos a ser. Pero no.

Nos habían hipotecado la vida a cambio de la supuesta panacea revolucionaria del país. Por ello, nuestra infancia sería vivida entre una tensa normalidad. Entre disputas políticas que asomaban el calor infernal de lo venidero. Así, el resultado del «divide y vencerás» sería un abrumador peso que algunos cargaríamos sobre los hombros y otros, sobre sus propias tumbas.

En principio, gran parte de mi generación noventera ignoraba la importancia de los aconteceres diarios. Las noticias eran para los adultos y el resto, era nuestro entretenimiento. Soñábamos aquí y allá, el límite era nuestra imaginación. Aspirábamos a tanto, a la normalidad de crecer pronto, trabajar y conseguir la llave del mundo para vivir como quisiéramos, pues, la libertad de elegir era la puerta para todo.

No entendíamos aquel vocabulario político que se nos fue colando en la cotidianidad y nos advertía el peligro del temible mañana que se ha vuelto un asfixiante hoy. Cuando Venezuela empezó a apretar y la política no dejaba de respirarse, fuimos capaces de sentir y comprender la complejidad que implica un país, más allá de la superficialidad presumible de su territorio y la beldad de sus mujeres.

Así, entre lema mortales, colores de sangre y un populismo encandilante, seguimos creciendo. Referéndums, elecciones y reformas, continuaban trazando nuestro destino. Escoger un lado u otro era un deber, decir una cosa estaba bien para algunos y expresar otra, era un sacrilegio para el resto. La metamorfosis bélica venezolana seguía en camino y nuestra juventud estaba en medio.

El tiempo pasó y la historia misma habló. La entrañable normalidad del vivir como uno quería, como uno le daba la gana, como uno escogía, se nos fue convirtiendo en un recuerdo a los muchachos de mi generación, mientras que, a los chamos de la próxima, de esta de ahora, la normalidad parece ser una leyenda que solo es posible en internet. Y emigrando, huyendo de su propia tierra con el sentimiento marcado de que Venezuela nunca les quiso.

Y es que nos habíamos convertido en sobrevivientes. Nos habían obligado a convertirnos en la zoociedad revolucionaria del siglo XXI, donde el progreso y la prosperidad anhelada por todo ser humano, no tenía cabida en el futuro. Su proyecto de futuro, el cual nos hace arrugarle la cara y nos obliga a temerle, porque si hoy aprieta, mañana ahorca.

Así, lo básico se volvió un lujo y lo cotidiano un despeñadero. Entonces, o fotocopias una guía de la universidad o desayunas; o comes o trabajas, y sin embargo; o te vas temprano o nunca llegas; o haces la cola de lo que necesitas o ves cómo resuelves; o aprovechas lo que ayer era costoso y hoy parece regalado o ni sueñes, jamás, con comprártelo; o compartes con tu amigo hoy o mañana tendrás que verle vía skype; o te inventas medidas de seguridad o el país no se hace responsable porque lo que pueda ocurrirte; o haces catarsis o dejas que la depresión te consuma; o buscas cómo huir o te quedas pensando formas de sobrevivir. Definitivamente, el país nos había forjado el carácter de supervivencia.

De esta forma, Venezuela nos había hecho y deshecho. Buscábamos comportarnos de una manera más ciudadana y el metro, por poner un ejemplo, nos obligaba a batallar por salir enteros de alguna estación. Sin embargo, comprendíamos que tal situación no podía convertirse en la excusa perfecta para seguir perpetuando esa ancla que, sabemos bien, nos tiene podridos.

Y por ello, por la caja de Pandora venezolana que hemos descubierto, seguimos apelando por la realidad de nuestros sueños, aunque, en reiteradas ocasiones, podamos observar y sentir al propio país chupándose los dedos luego de habérselos devorado.

¡Cómo queríamos que Venezuela no nos siguiera oprimiendo el pecho ni nos hiciera fruncir el ceño cada vez que se hablaba de ella! Nos habían legado la Venezuela más fatalista de todos los tiempos y por esto, por nosotros y por el resto, no nos queda más que actuar. Luchar por todas las juventudes contenidas en distintas épocas, porque juventud es sinónimo de vida y nuestra vida…nos la están arrebatando.

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