Deserción en el aula

Circulan en las redes sociales, cifras relacionadas con la deserción estudiantil y docente en las universidades,  que tanto nos alarman y consternan. Reducidas a la clandestinidad, poco o nada conocemos respecto a la educación básica, colegios universitarios y demás instituciones, incluso, referidas a oficios prácticos y  concretos para el rápido empleo.

Cada vez que nos encontramos en alguna universidad, indagamos y, ciertamente, desde el primero hasta el cuarto nivel,  disminuye galopantemente el número de quienes deben recibir y dar  clases, por la consabida catástrofe humanitaria que le ha dado alcance a las aulas.  El feroz zarpazo de la crisis imposibilita el transporte a las casas de estudios, provoca el desmayo por la insuficiente o nula alimentación, impide la adquisición del necesario material didáctico, pues, frecuentemente facilitado por el profesor que se esmera en digitalizarlos, la conexión incrementa los costos propios de su escasez en un siglo que ya no  se entiende sin ella, allende las fronteras.

Muchas y calificadas personas, deciden emigrar con la urgencia de sus desesperaciones, mientras que, otras, que no pueden, se resignan a apostar por una mínima posibilidad para la supervivencia. Hay países, como Chile, que las reciben con los brazos abiertos, como un buen día hicieron con Andrés Bello, haciéndolo suyo, promoviéndolos profesionalmente hasta hacerse acreedoras de alguna premiación, tal como ocurrió con un par de jóvenes arquitectos en Argentina.

Un país, como el nuestro, que fue referente obligado por sus grandes universidades públicas y privadas, capaz de concebir y ejecutar tan excepcionales iniciativas, como el masivo programa de becas Gran Mariscal de Ayacucho, ahora luce postrado por la completa responsabilidad de la dictadura que lo aqueja.  Un vistazo por caseríos, pueblos y ciudades, da cuenta de la quiebra de entidades públicas y privadas que satisfacían las demandas por una formación técnica básica y el adiestramiento necesario para la inmediata búsqueda de un empleo que, desde hace ya varios años, ya no garantizan las duras condiciones económicas que forzaron a muchos, alguna vez, a inscribirse en las llamadas misiones, estafantes y estafadoras.

La mirada a la vieja  prensa, revela – muy antes de nuestras espléndidas bonanzas  – el orgullo con el que, a modo de ilustración, Carmen Prado Pérez o Carmen Martínez Armas, exhibían sus fotografías del grado obtenido como médicos cirujanos, al igual que Carmen Aída Ron Guevara o Humberto Sánchez Duque, exhibían las suyas al celebrar el grado de taquígrafo-mecanógrafa y dibujante petrolero, respectivamente (El Nacional, Caracas, 23/08/1953). Después de 1958, la oferta educativa se incrementó formidablemente, planteándose – a finales del XX – el problema de la calidad descendente por tan espectacular crecimiento. Sin embargo,  en la presente centuria, el decrecimiento acelerado, cubierto y encubierto por el oropel demagógico de un régimen ágrafo y de ágrafos, nos trae a una realidad que era, francamente, impensable para las grandes mayorías.

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