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Setenta años atrás, fue derrocado el presidente Gallegos. Día quizá de un imperceptible cuartelazo, si no fuese por la paralización de una ciudad que se mantuvo serena, dimos inicio a un largo período dictatorial.

El derribamiento del 24 de noviembre fue el de un mandatario electo popularmente, con – apenas – meses en el ejercicio del cargo. Incluyendo a la mujer sufragante, fue el resultado de una votación directa, universal y secreta que por vez primera acontecía en Venezuela, luego de una intensa y competida campaña electoral, con todas sus imperfecciones.

Abunda la polémica y las perspectivas de análisis sobre las razones del golpe, pero – mal que bien – el país andaba,  deliberaba, comía, producía, estaba en pie, cuando los jerarcas de las Fuerzas Armadas decidieron gobernarlo en nombre de la institución, aunque se cayó la careta a la vuelta de la esquina. Bastará con consultar la prensa de la época para imponernos de las aspiraciones golpistas y contra-golpistas de entonces, añadidas las irritaciones de un sectarismo múltiple, pero la República no se perdía por entonces.

Probablemente ganados por la versión de Ocarina Castillo, su biógrafa, surge la estampa de Carlos Delgado-Chalbaud y su triste mirada. Al ver de nuevo las fotografías de la vieja sede del ministro de la Defensa, casi sentimos las pisadas de una escalera demasiado transitada por los funcionarios que esperaban el despliegue de los republicanos españoles que se suponían armados en todos los rincones de la ciudad para ayudar a la defensa de la institucionalidad.

Setenta años ya no parecen nada, anegándonos de olvido. Aquello no fue necesario ni legítimo, porque había República.

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