Paparrucha

Paparrucha es una palabra extraña, al menos en el lenguaje cotidiano del hispanohablante promedio. Etimológicamente, el término «paparrucha» se deriva del cognado «páparo», el cual refiere a un aldeano u hombre de campo, el cual suele quedar admirado y pasmado ante cualquier cosa que ve o escucha. De acuerdo con la opinión de algunos filólogos y lingüistas –por ejemplo, Joan Corominas o Jerry R. Craddock–, parece que ambos vocablos forman parte de una familia de palabras que se remonta al verbo «papar», que denota la acción de comer cosas blandas sin masticar; de donde, por desplazamiento, habría pasado a obtener una acepción figurada: la de «estar boquiabierto», bien sea por estupefacción, o bien, por espanto. De ahí que surgieran a mediados del s. XVII una serie de compuestos que guardan la raíz pap– como lo son «papanatas», «papahuevos», «paparote»; etc.

Así pues, «paparrucha» significa una «tontería desatinada acerca de un suceso», «una noticia falsa que rápidamente se esparce en el vulgo», «una cosa insustancial». Como lector aguzado ya usted habrá anticipado que esta palabra describe acertadamente lo que es la Posmodernidad o Modernidad tardía. Por ello, vale tener conciencia de nuestra condición y evitar hacerse eco de ciertos juicios a la ligera, los cuales pueden difundirse rápidamente entre la gente, que, por lo general, no se detiene en demasía a rumiar lo que ingiere.

Un ejemplo reciente de la potencial propagación de un malentendido puede verse en ciertas afirmaciones del estimado y hombre cultísimo, el Prof. José Rafael Herrera, contenidas en un artículo publicado el pasado 24 de enero en El Nacional titulado «Superfectación». Allí, el Prof. Herrera sugiere que la lógica aristotélica fue «el terreno fértil» de unas «cuantas liebres de marzo», la cual es causa –si bien indirectamente, o quizás incidental– de algunos «freakies que, tarde o temprano, ponen en peligro el buen nombre de la civilización humana», refiriéndose a Hitler, Stalin, Mao, Kim Il-sun, Fidel o Chávez.

De este modo, la «superfectación», o, mejor dicho, «superfetación» (del lat. superfetare), tal como es registrada por la RAE, sería un caso excepcional –evidenciado por la zoología y la embriología– e inexplicable para la lógica simbólica y «aquellas disciplinas que han hecho del silogismo aristotélico su fundamento natural, su punto de partida».

La superfetación, que consiste en la concepción de un segundo feto durante un embarazo, es decir, en la posibilidad de que «una mujer quede embarazada estando ya embarazada», resultaría, entonces, para nuestro autor, la mejor muestra de que supuestamente se puede ser/estar y no ser/no estar al mismo tiempo y en el mismo lugar, con lo que el principio que Aristóteles considera como el «más firme» (bebaiotátas) de todos (cf. Met. IV.3, 1005b9-11) quedaría hecho papilla por no-dialéctico; quizá entendiendo aquí ésta ambigua y desgastada palabra en su acepción hegeliana, palabra que, curiosamente, designaba para Aristóteles el «método» a través del cual se alcanza dicho principio, ya que no tiene demostración, sino por refutación; elenchtikṍs apodeĩxai (cf. Met. IV. 4, 1006a12).

Pues bien, una mujer queda embarazada «estando ya embarazada», por superfetación, puesto que un óvulo diverso al del cigoto en gestación es fecundado posteriormente, «anidando en el útero varios fetos en distinto estado de desarrollo». Pero, –«y es que tanto en la vida como en la filosofía siempre hay un terrible ‘pero’», como dice el Prof. Herrera– si el último óvulo fecundado es diferente y se encuentra en un estado de desarrollo desigual, es así, precisamente, porque ocupa otro espacio dentro del mismo útero y fue concebido en otro tiempo. Nada hay aquí que contradiga la lógica aristotélica y su blasón: el principio de no-contradicción.

Por otra parte, no es del todo riguroso –históricamente hablando– decir que la lógica simbólica haya hecho del silogismo aristotélico su «punto de partida». Por el contrario, surgió como un intento por superar las insuficiencias de la forma predicativa o gramatical (‘S es P’) de la proposición categórica clásica –que constituye, junto a otras dos, un silogismo–, la cual trataba a los cuantificadores indistintamente como partes del sujeto de un enunciado, y no, como prefijos; motivo por el que no era ajustada para representar, en un lenguaje «ideal», las relaciones complejas que involucran múltiples variables ligadas al dominio de aquéllos, ni evitaba las confusiones que implica el cambio de una oración a su voz pasiva.

Además, aseverar que la lógica aristotélica fue tierra fértil para esas «liebres de marzo» o «freakies», todos ellos hombres abominables, me parece un juicio muy severo y equivocado acerca del estagirita. Sobre todo, considerando que él, más que ningún otro filósofo griego, se encargó de insistir en la diferencia que hay entre hablar «abstracta y vacuamente» (logikṍs) –como solía hacer Platón, desde su punto de vista, cada vez que suponía la existencia del Bien en sí– y discutir ateniéndose «a la naturaleza de las cosas mismas» (physikṍs), a la particularidad que amerita el caso. Por si fuera poco, fue justamente Aristóteles el primero en oponerse a lo que hoy denominaríamos «visiones totalitarias» o «comunistas» de la pólis cuando, en su Política, de nuevo polemizando contra Platón, se pregunta irónicamente: –«¿es mejor la situación actual o la que resultase de la legislación descrita en la República?»– y responde: –«Aparte de muchas otras dificultades que tiene el que las mujeres sean comunes para todos [¡imagínense cuántas superfetaciones!], está también que la causa por la que Sócrates afirma la necesidad de establecer tal legislación no parece deducirse de sus argumentos (lógōn.

Por último, no debemos olvidar que incluso desde los inicios de la Modernidad, y su afán por la novedad, la silogística aristotélica fue puesta entre paréntesis y objetada por estéril («Ars Lulliana», según el dictum cartesiano) para la ampliación del conocimiento científico, stricto sensu. Descartes en el Discurso del Método, y Bacon en su Novum Organum, consideraron que el silogismo no hace otra cosa que reiterar en la conclusión lo que está contenido en las premisas, «no dice nada nuevo»; a lo sumo serviría para explicar a otros las cosas ya sabidas. Se podría decir entonces, que, en lugar de Aristóteles, más bien fueron los pensadores ilustrados y –poco tiempo después– los románticos oscuros –algunos de ellos acostumbrados a vestir prendas negras y confesos amantes de las contradicciones– quienes abonaron el «terreno» para esas «almas bellas» que creían en «espíritus» y en la salvación de la humanidad a través de la «ciencia positiva» convertida burdamente en «materialismo histórico», en la posibilidad de un «hombre nuevo» que se asemeja al «buen salvaje» no corrompido por la civilización, de los que sostenían que la Historia tiene «leyes», que existen «clases» en perpetua pugna y, por esta razón, «mi lucha» Mein Kampf!) es también «tuya», «por tu Bien» (y el de todos); así que «uníos a la tribu»…

En fin, hacer de la lógica simbólica una causa remota, o de Aristóteles el culpable de los delirios de sujetos como Stalin o Hitler, no es otra cosa sino una gran paparrucha.

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