Transporte público

Tenemos una Venezuela distinta en los siglos que transcurren, a juzgar por los oficios de supervivencia.  El legendario limpiabotas que conocieron las generaciones anteriores, por ejemplo, imposibilitados los más modestos instrumentos de trabajo, ha dado paso a la buhonería de las más variadas marcas de cigarrillos contrabandeados, ya  borradas las llamadas que garantizaba la telefonía móvil celular esparcidas por calles y callejuelas. No obstante, es en el transporte público donde despunta la profusa venta de golosinas baratas y de dudoso cuidado sanitario, pero también ha reaparecido el recolector que lo supusimos exclusivo de las ciudades de tranvía de principios del ‘XX.

Las busetas que finalmente predominaron frente a los aparatosos autobuses, marcaron una importante tendencia en relación a la propiedad de las unidades, pues, democratizadas en alguna medida, gracias al crédito estatal, rompieron con el tradicional monopolio de las rutas que frecuentemente – antes –  aquejaban a diferentes sectores urbanos. Nació el llamado avance, igualmente, con el alquiler del vehículo, y  tradujo las largas y duras de trabajo en un ingreso tan considerable que llamó la atención de los sociólogos apuntando al fenómeno de la incongruencia de estatus.

Inevitable contexto de la catástrofe humanitaria, la hiperinflación y la delincuencia abierta, la prestación del servicio sufrió la peor de las consecuencias: el abandono, por la insinceridad de las tarifas, la escasez de los repuestos, las pésimas condiciones de la vialidad y la elevada inseguridad personal al transitarla.  Proporcionalmente, es insuficiente el número de vehículos para atender la agigantada demanda, siendo muy afortunados aquellos que los hacen andar, como aquellos que logran abordarlos en la diaria faena de una movilidad crecientemente prohibida por la dictadura.

El piloto ya no surca solitaria y confiadamente el pavimento, sino que necesita de la asistencia de un recolector de determinadas características. Algunas remiten a la habilidad de administrar el poco espacio disponible para los pasajeros, vigilando las dos puertas de acceso; la de empuñar el fajo de billetes, descartando los que consideran de ningún valor; ayudar en la reparación del imperfecto sobrevenido, con la rapidez que amerita el tránsito desordenado; pero, las más importantes, son las de cobrar implacablemente, evitando alguna coladura, como la de encarar – obviamente, por la fuerza – cualesquiera conflictos generados por la transportación de las más variadas  hasta atrevidas personas, incluyendo a ladrones que, más de las veces, se les deja consumar sus actos mientras que no toquen al conductor y el patrimonio que ha conquistado, pues, al fin y al cabo, faltando las autoridades, cumplen una misma y rutinaria ruta que lleva a un pacto tácito de convivencia.

Luego, preferiblemente, el recolector debe reunir ciertos requisitos que lo hagan temible para imponer la disciplina en lo que es, en última instancia, un extraordinario laboratorio social andante, desde los gestos y el lenguaje hasta el empleo directo de la violencia. Lo suponemos tan cotizados que, en incontables ocasiones, el piloto debe apelar a menores de edad y a mujeres también diestros que resultan familiares o relacionados muy cercanos que contribuyen al común esfuerzo de ganar el pan de cada día.

Una particularidad emblemática, el recolector es el que no tiene garantizado un cupo seguro en la buseta y suele ir colgado de una de las puertas, agarrado de una ventana con una fuerza semejante con la que empuña el fajo de billetes, ascendiendo o descendiendo con la mejor inspiración acrobática que le acompaña. A la dictadura socialista la importa un bledo que sean niños o muy niños los que ponen en constante peligro sus vidas, porque la letra constitucional o legal es nada ante la anomia destructiva que le garantiza la supervivencia en el poder.

Vivimos el espesor de centurias en pocas horas, pocos días, pocas semanas. Lumpemproletarizadas, las clases medias y populares se dan cita cotidiana en las busetas, forzadas a trabajar por un pírrico e inseguro salario o a buscar empleo, agotadas las esperanzas.

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