El gran desafío que enfrenta Alberto Fernández

Se trata de un desafío enorme para el Gobierno y, por lo tanto, una gran oportunidad. Proclive a fabricar estentóreas gestas, que encolumnen con euforia militante a sus seguidores, y a torear a grandes enemigos, reales o ficticios, la nueva era peronista/kirchnerista, inaugurada hace apenas tres meses, tiene ante sí la posibilidad urgente de demostrar que es capaz de hacerle frente, por fin, a un enemigo concreto y ejercer un liderazgo eficiente para minimizar lo más posible los efectos locales de la pandemia del coronavirus.

Cuando todo este infierno quede atrás y el gobierno de Alberto Fernández ya sea historia, probablemente a la hora de poner en una balanza sus logros y fracasos, lo más importante de su legado ya no será la refinanciación de la deuda ni la lucha contra la inflación ni si logra o no legalizar el aborto, sino si tuvo cintura, temple y claridad de estadista con mayúsculas para pilotear y llevar a buen puerto, con el menor costo de vidas posible, la que puede perfilarse como la peor crisis sanitaria de la historia argentina desde el brote de fiebre amarilla, en 1871, durante el cual murió el 8% de la población porteña de entonces (14.000 personas).

Las organizaciones, como las personas, debemos lidiar con esas reglas más discutibles que nos impone nuestra forma de ser, ese ADN personal y social que guía nuestros actos. En circunstancias como estas debemos hacer esfuerzos suplementarios para sobreponernos a nuestros peores prejuicios y creencias que puedan resultar contraproducentes.

En ese sentido, cierto optimismo voluntarista, no respaldado por datos científicos, sino solo por los buenos deseos -el 23 de enero último el ministro de Salud, Ginés González García, decía: «No hay ninguna posibilidad de que haya coronavirus en la Argentina»-, retrasó las previsiones que empezaron a tomarse con más vigor solo en los últimos días. Así se perdió un tiempo clave y precioso en que entraron por el Aeropuerto de Ezeiza miles de personas sin el más mínimo control sanitario. Era obvio que el virus llegaría por allí y luego se esparciría, como viene ocurriendo.

Entre dos extremos -por un lado, el más rancio populismo encarnado en Nicolás Maduro, insinuando que el coronavirus es un arma de guerra imperialista, pero que igualmente cuenta con una pastillita cubana para combatirlo y, por el otro, la postura más liberal, representada por la canciller alemana, Angela Merkel, que aseguró que hasta el 70% de la población germana podría contraer ese mal si no se toman los debidos recaudos-, el gobierno argentino debe buscar una línea de equilibrio racional y propia, que archive lo superfluo, poniendo el foco en lo importante y postergando el avance de temas que puedan dividir a la ciudadanía, en un momento en que se necesita enfocar toda la energía a cerrarle el paso al avance de este mal que ya viene haciendo estragos en otras partes del mundo.

El oficialismo debe estar muy atento en esta hora para mantenerse en su eje de manera adulta sin caer en estudiantinas y agravios gratuitos e innecesarios, tal como ocurrió en el momento en que hubiera sido óptimo empezar a actuar tempranamente en la lucha contra el coronavirus.

Aparte de la nueva discusión con el campo y el recorte a las jubilaciones de jueces y diplomáticos (que ya es ley), el Gobierno se «distrajo» en días claves con la «reinauguración» del Salón de Mujeres Argentinas, en la Casa Rosada, una suerte de ficticio desagravio, ya que el gobierno anterior nunca retiró de las paredes las gigantografías de importantes referentes femeninas que había dispuesto Cristina Kirchner durante su última presidencia ni tampoco el macrismo convirtió ese ambiente en un call center, como se dijo. Sin embargo, para esa «reapertura» se llenó el salón de invitados (muchos de ellos, por su edad, como el ministro de Salud, incluidos en grupos de riesgo de la enfermedad que tiene ahora a maltraer al planeta). El gesto para la propia tropa fue el viernes 6 de marzo cuando Ezeiza ya era un peligroso colador.

Horas antes de empezar a tomarse medidas más drásticas, al Presidente se le ocurrió retomar su cátedra en la Facultad de Derecho, a contramano de lo que ya se implementaba en otras casas de estudio del mundo, y aquí también, con la educación a distancia, vía internet. Se expuso a un grupo heterogéneo de personas, se sentó informalmente sobre un escritorio y pisó con sus zapatos otro pupitre. Todos debemos extremar las precauciones de higiene ahora para llegar bien adiestrados a los tiempos peores, que, inevitablemente, sobrevendrán a partir de los primeros fríos. Y el ejemplo debe venir de arriba hacia abajo. Al menos, el jefe de gobierno porteño, Horacio Rodríguez Larreta, capitalizó su blooper involuntario cuando atajó su estornudo con la mano segundos después de que el ministro de Salud porteño, Fernán Quirós, que estaba a su lado, terminaba de explicar que había que hacerlo en el pliegue del antebrazo. Su rápida autocrítica en las redes sociales también se viralizó. Sería bienvenido que Alberto Fernández adoptara un gesto similar respecto de la f ake news que difundió en el programa de Marcelo Longobardi al recomendar tomar bebidas calientes «porque el calor mata al virus».

Todos estamos aprendiendo sobre la marcha sobre un mal que aún tiene muchos interrogantes por dilucidar. El Presidente no es la excepción y no tiene por qué saberlo todo sobre el coronavirus, pero está obligado a la máxima cautela por el peso de su palabra. Por eso, resultó más adecuada su breve y concisa cadena nacional, con recomendaciones sencillas y oficializando con su voz medidas que ya habían trascendido.

Crédito: La Nación

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