Pensamientos de los tiempos perdidos

Confinamiento

Lejos en el pasado ha quedado aquello de gente que trabaja en lugares remotos sin contacto con el resto de la Humanidad. La tecnología acabó con ese aislamiento comunicacional. Esas personas, pocas, hoy saben, en tiempo real, todo lo que está pasando. De hecho tienen contacto directo con sus compañeros de trabajo, familiares, amigos, conocidos, etc. Ven televisión, escuchan radio y pueden navegar en internet y en las redes. Pero están hoy protegidos de toda posibilidad de contagiarse de este bicho horroroso que nos está atacando. No me queda duda que tranquilos no están. 

Todos quienes han hecho viajes espaciales y han visto a La Tierra desde allá arriba coinciden en describirla como sobrecogedoramente hermosa. En los años ochenta tuve la oportunidad de conocer a dos astronautas que habían sido tripulantes en misiones Apolo. En los primeros minutos de conversación con ellos era más que evidente que lucían como seres humanos normales, pero no lo eran. Y, claro, cómo serlo luego de haber vivido la experiencia espacial.

Andrew Morgan, Oleg Skripochka, Jessica Meir. ¿Sabe usted quiénes son estas tres personas? ¿No? Ella es biólogo marino. Morgan es médico de urgencias con especialidad en medicina deportiva. Y Skripochka es ingeniero mecánico con especialidad en construcción de cohetes. Son tres personas que por seguro no se van a contagiar de Coronavirus. Están en el máximo confinamiento que podamos imaginar. En un espacio más o menos equivalente a un apartamento de unos 200 mt2. Pero no lo imaginen como un paraíso de comodidad aunque en ese lugar cuentan con todo lo indispensable. Ven todo a lo lejos, desde una gran ventana (que no pueden abrir). Están alto, muy alto, a entre 335 y 460 kilómetros sobre nuestras cabezas, en la ISS – la International Space Station (Estación Espacial Internacional). Dos hombres y una mujer. Son científicos en una misión que les obliga a exigentes rutinas para poder cumplir sus objetivos. Pero por supuesto tienen tiempo libre, tiempo para descansar, tiempo para informarse, tiempo para preocuparse y angustiarse, tiempo, también, para aprovechar su seguridad y distancia para pensar en soluciones que quizás se le estén escapando a los científicos en La Tierra. Como es fácil imaginar, son tres científicos altamente capacitados y, como casi todos los de su clase, gente de pensamiento profundo. Imagino que en su cavilar se hacen preguntas existenciales, densas, no solo de emergencia. Piensan en el todo y en todos. No son dos gringos y un ruso. Son tres seres humanos.

En condiciones climáticas extremas que les fuerzan a confinamiento y, de nuevo lejos, muy lejos, de la «civilización», pero conectados y al tanto de lo que está pasando, hay una centena de estaciones de investigación en la Antártida. Varias suelen estar abiertas para visitas restringidas. Pero en este momento, por razones más que comprensibles, están cerradas al público. En esas estaciones viven más o menos unas diez mil personas. De todas las nacionalidades y de la mayor variedad de profesiones y especialidades. Tienen que seguir con sus rutinas de trabajo pero no me cabe duda que están pensando «fuera de la cajita» en cómo ayudarnos científica e intelectualmente pero entendiendo que más que nunca es indispensable que estén confinados, que ellos no se contagien. 

Tiempo

Nos confinaron a nuestras casas y repentinamente -sin programación previa- conseguimos lo que siempre reclamábamos: tiempo libre. En una sociedad «hiper», que muchos llaman mega consumista pero que es tanto más mega «productivista», los dioses o los magos nos complacieron. «Salud, amor y dinero», pedíamos al apagar las velas en la torta de cumpleaños y alguien agregaba en tono festivo «… Y tiempo para gastarlo». Porque nunca lo encontrábamos en una agenda plagada de «oficio» que contrastaba con la de los menos que integraban la parasitaria categoría de los «sin oficio». 

Sí, los dioses o los hechiceros nos concedieron parte del deseo, pero, cual espíritus burlones,  se mofaron de nosotros. Ese tiempo libre tan ansiado vino sin lo más importante: la libertad. Y vino además con el terrible componente del miedo. Miedo de no tener (o perder) un elemento fundamental en la ecuación de la felicidad: la salud.

Ahora somos prisioneros. Estamos entre paredes, pero somos además reos del tiempo, de un guión sin aviso cierto de final, viendo cómo se nos reproducen las horas, los días… y las preguntas. Los cuestionamientos más diversos nos abordan por las esquinas, nos los tropezamos en cada paso repetido en ese espacio que hoy sentimos límite, reja, barda, muralla. Y lo único que queremos es que esta película del género tragedia en la que somos forzados actores llegue a ese cuadro final de «The End». O por lo menos queremos saber cuánto le falta a la peli por terminar. Estamos en medio de un tiempo con valor imperfecto. Pero ese desesperante confinamiento es lo único que hoy nos puede dar la posibilidad de superar lo que nos está amenazando. 

Los seres humanos somos naturalmente gregarios. Y también naturalmente detestamos el confinamiento y ser privados de libertad y de la posibilidad de decidir qué hacer con nuestro tiempo. Somos además una especie que disfruta el espacio abierto. La combinación de claustro con la percepción de un tiempo que parece medirse en días de cuarenta y ocho o setenta y dos horas hace que nuestro reloj interno esté fuera de sincronización y que nuestra brújula haya perdido su imantación. Estamos entonces como extraviados, perdidos en tiempo y espacio. Tenemos entonces que reubicarnos (espacio)  y reprogramar nuestros relojes (tiempo). Porque para conseguir superar esto tenemos que conseguir que el espacio en el que estamos confinados (pequeño) y el tiempo que tenemos que estar en el encierro (largo) jueguen a nuestro favor. 

Hace quinientos y poco años, el 3 de agosto de 1492, tres embarcaciones zarparon del puerto de Palos de Moguer. Se dirigieron a las Canarias. El 16 de septiembre llegaron al mar de los Sargazos y el 12 de octubre finalmente a un isla, Guanahani. Algunos investigadores piensan que primero arribaron a una pequeña isla en las Bahamas. Pero buena parte del trayecto estuvieron navegando sin saber en realidad dónde estaban, confinados en las naves (dos carabelas y una nao) y rodeados de agua, sin vislumbrar tierra, agobiados por la inmensidad. Con limitaciones de provisiones y de agua para beber. Sintiéndose totalmente extraviados. Aterrados. No tenían reloj de pulsera (medían la hora por el sol) pero sabían que el paso del tiempo sin conseguir llegar a tierra firme era su peor amenaza. El tiempo, que también era imperfecto, jugaba en su contra. 

Los científicos investigadores trabajan contra reloj. Necesitan encontrar, lo más pronto posible, bien sea la vacuna contra el Coronavirus (así el mismo cuerpo humano lo vence) o al menos algún modo de bloquearlo para que los seres humanos no nos contagiemos de él. Y para ello están pensando «fuera de la cajita» (sí, tipo novela o película de ciencia ficción) porque ellos entienden que esto que está pasando no es algo «dentro de la cajita». ¿Cuándo van a dar con la solución? Nadie lo sabe. Pero de algo podemos estar seguros: las mentes científicas más brillantes del planeta están en eso. 

Información

Esta pandemia nos agarró a la Humanidad con alta producción de alimentos y toda suerte de insumos y con desigual distribución de comida y de recursos en la población mundial. Con altos niveles de urbanización pero con también altos niveles de población desplazada. Nos supera en las capacidades para atender emergencias sanitarias y las clasificaciones de preparación son «insuficiente», «mal», «muy mal» o «pésima».  Para ponerlo en palabras llanas, la pandemia nos agarró desnudos y  nadando en paradojas. 

Este bicho, el Coronavirus, nos tiene en estado de pasmo, nos tomó por sorpresa. Con las defensas bajas pero con la tecnología en alta. 

Muy severas epidemias y pandemias que guardamos en la memoria histórica (con color sepia) –  la Peste de Atenas (430 a.C.), la  Peste Antonina (165 – 185 d.C.), la Peste Justiniana (541-543 d.C), la Peste Negra (1347-1353) y varias otras – ocurrieron cuando la comunicación entre los humanos era, digamos, poco tecnologizada, más bien de tracción de sangre de dos o cuatro patas y con mucho sudor. Durante esas pandemias las gentes se comunicaban con sistemas no tecnológicos. De hecho, lo más sofisticado era el correo con palomas mensajeras o con el sonido de tambores, cuernos o instrumentos de viento.

No fue sino hasta por allá por 1832 cuando un tal Joseph Henry inventó el telégrafo y un señor Morse le ayudó con un  código. Y ahí todo empezó a cambiar. La posibilidad de comunicación y por ende de intercambio de información hizo que las pandemias pudieran ser enfrentadas con mucha mayor eficiencia. Hay estudios que revelan que la espantosa gripe española (1918), que mató a unos cincuenta millones, de haber ocurrido antes del desarrollo tecnológico de la comunicación hubiera matado a cuanto menos el triple.

Hablamos entonces que la comunicación y la información – veraz, oportuna, científica, responsable – salva vidas, porque permite tomar decisiones inteligentes. Queda entonces pendiente la (enorme) pregunta de si quienes las tienen que tomar son inteligentes. 

En esta pandemia de 2020 una de las grandes diferencias entre las poblaciones y los países para paliar la situación la marca la posibilidad de estar bien informados. No saber, mata. Así de simple. Y también mata estar desinformado. Privar a la población de información precisa puede ser una condena de muerte. 

Antes que algunos reclamen y expongan razonamientos grandilocuentes para defender el «silencio justificado», cualquier comunicador sabe bien que la información se convierte en alarmismo histérico dependiendo del cómo y no del qué. Argumentar a favor del privar a la población de la indispensable  información a la que tiene derecho y que,  además, puede hacer la diferencia entre vida y muerte no es de precavidos gerentes, es simple y llanamente inmoral. 

¿Se le habló con la completa verdad a los habitantes del planeta? ¿O «algunos» decidieron que lo que estaba pasando era «información privilegiada»? ¿Cuánto tardaron en decir #QuédateEnCasa?

Más aún, hay que preguntarse y preguntar: ¿Fueron atendidas las voces de alerta de los científicos o dejaron pasar el tiempo y solo actuaron cuando ya comenzaba a tener altos costes e inmanejables consecuencias en salud la situación? ¿Cuál es el real poder de las organizaciones sanitarias internacionales? ¿Es poder para decidir o las siguen condenando a la categoría de “entes asesores”? ¿Cuál es el poder de los organismos continentales y transcontinentales ante una situación que supera las fronteras de países? ¿Puede seguir imperando en estos casos la premisa de «autodeterminación y soberanía» cuando los virus no reconocen gobiernos, ni coronas, ni constituciones, ni leyes, ni tratados? ¿Tiene alguien sobre la faz de la Tierra  el poder como para arrogarse el derecho a guardar secretos, o a controlar información vital cuando al hacerlo puede poner en riesgo a enormes conglomerados o hasta a la mismísima Humanidad, a la especie? 

Preguntas, preguntas… Tenemos muchas preguntas.

Responsabilidad

Todos somos responsables de todos. Eso es cierto. Pero también lo es que a más poder, más responsabilidad.

Leo que el presidente de Turkmenistán dice que no tiene casos. El mandatario de ese país resolvió el problema lingüísticamente: prohibió el uso de las palabras «Coronavirus» y «Covid-19». ¿Qué tal? Un genio, pues. López Obrador, presidente de México, sacó una estampita como un escudo protector. Lució como un santón. Otro genio. En Venezuela cada tarde tres mitómanos se turnan en dar el reporte diario de la situación. Sin comentarios. En España, Sánchez e Iglesias comparten la dirección de la letanía de estupideces. ¡Joé!

Esta pandemia parece habernos tocado en medio de una sequía en muchos países de liderazgo inteligente. La mayor parte de los jefes de estado han tenido una actitud «positivista» (bonitica, pues) que en realidad es haber entrado en lo que los psicólogos llaman «negación». Esta crisis los superó. Muchos que pudieron hacer algo para evitar el desastre o para aminorar los daños, no lo hicieron. Por mal cálculo, por cobardía, por estupidez, por la babosada de «pescar en río revuelto», por ignorancia o, también, por irresponsabilidad.

En la historia hay ejemplos de manejo responsable de situaciones extremas. Narro una.

Entre 1664 y 1666 hubo un rebrote de la peste negra. En Inglaterra. En el verano de 1665 llegó a la pequeña población minera de Eyam en Debyshire. Un tendero despachó desde Londres unas muestras de tela al sastre del pueblo, quien había sido su cliente por muchos años. No sabía que esas muestras estaban infestadas de huevos de pulgas. A la semana el aprendiz del sastre, quién había recibido la mercancía y la había guardado para que su patrón la revisara más tarde, se desplomó en la calle. A los días cayó en terrible agonía y murió. Toda su familia y la del sastre se contagiaron y también murieron. Los vecinos los habían visitado en sus lechos de enfermos. Y se contagiaron.

Los pobladores de Eyam (sí, en 1665) pensaron «fuera de la cajita». El párroco les dijo que había que cerrar el pueblo. Que nadie debía salir ni entrar. Y se impuso una férrea cuarentena.

El párroco era inteligente y sabía ejercer su liderazgo. Tenía claro el peso de saber interpretar el valor de la responsabilidad. Consiguió convencer a todos en el pueblo de la importancia de confinarse. Y fue más allá: les explicó que aun cuando no podrían evitar el contagio entre ellos, debían hacer todo para evitar que la enfermedad llegara a los pueblos vecinos. Actuó con responsabilidad y la enseñó a sus feligreses.

Pero en medio de la gravedad no se rindieron. Para sobrevivir necesitaban comida. Como muchos estaban enfermos, no podían ocuparse de las labores agrícolas y de granja. Entonces, desarrollaron un sistema para que de los pueblos vecinos aceptarán llevarles alimentos.

A casi un kilómetro a la redonda establecieron un cerco con piedras en las que hicieron huecos en los que ponían monedas empapadas en vinagre. De los pueblos vecinos les traían comida y otros productos que se cobraban de estas monedas «desinfectadas».

El deterioro del pueblo fue incrementándose y los pobladores empezaron a depender exclusivamente de lo que buenamente les hicieran llegar de los pueblos vecinos. Cuando ya los pobladores no pudieron seguir poniendo monedas con vinagre en las piedras, los vecinos hicieron una cadena con otros pueblos para poder seguir ayudando a los de Eyam.

Para finales del año la cuenta daba 77 supervivientes de los 344 habitantes de Eyam. Se especula que esos 77 no fallecieron por alguna condición cromosómica.

Al año y semanas de haber llegado, la plaga desapareció. Los 77 rehicieron todo lo que se había dañado. Les tomó un año pero consiguieron retornar a una  cierta normalidad. Como mineros del plomo, un producto muy demandado, su mercado se reactivó y muchos nuevos pobladores llegaron.

En el caso de esa epidemia en Eyam, actuaron con impresionante  responsabilidad tanto las gentes de ese pueblo y su liderazgo, al no ocultar información y confinarse en una cuarentena para no contagiar a los pueblos circunvecinos, como éstos con inteligencia y responsabilidad al ayudar a sus hermanos en dificultades.

Mientras escribo estas líneas me visita el recuerdo de Proust y una de sus tantas maravillosas frases: «A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas”.

Y, de nuevo, me asaltan las preguntas. A hoy (hasta este momento en que escribo esto), no se sabe en realidad en qué fecha precisa comenzó toda esta historia del Coronavirus y el Covid-19. No se sabe quién fue el “paciente Cero”. Sabemos esto: que un día nos despertamos con la noticia de una para entonces epidemia en una populosa ciudad de China, que la información era escasa y muy limitada y que los medios no conseguían superar las vallas informativas. El poder de un sistema autocrático como el de China, guiado por un emperador modelo siglo XXI, se impuso. Y se guardó  información privilegiada. 

Y luego, el mundo no autocrático, que es de suyo lento en la toma de decisiones y que por diseño cae en discusiones inservibles, tardó en entender de qué tamaño era el desastre y aún más tiempo en permitir que se impusieran criterios científicos, como hoy finalmente vemos abrirse paso en medio del caos para dar luces de sensatez. 

Si uno le sigue la pista al día a día de los acontecimientos, como harán los cronistas e historiadores de aquí a unos años, concluirá que entre la tapadera y la lentitud habita muy apoltronada una irresponsabilidad inconmensurable. Y que los siete mil y tantos millones de habitantes del planeta dependemos de gente sentados agarrando calorcito frente a una hoguera de vanidades.

No se trata en modo alguno de buscar culpables ni de desatar ánimos de venganza. Pero sí es asunto de que tenemos los seres humanos legítimo derecho a exigir responsabilidad a quienes dirigen nuestros destinos, sean éstos presidentes, jefes de gobierno, reyes, emperadores, dictadores o cuerpos colegiados. 

El poder para decidir no puede estar en manos de quienes no entienden el concepto de responsabilidad. Gobernar no es jugar a las canicas en una esquina mientras ven a siete mil millones y tantos seres humanos como si fuéramos sus conejillos de Indias.

Shock

Boten los libros. Dejen las pantallas en blanco. Tiren a la basura tanto libro de esos que compraron cuando tuvieron un problema, una depre, un pleito, una crisis de edad.

Muy bien que durante esta cuarentena hayan encontrado la manera de sacarle punta a la situación. Fabuloso que hayan limpiado a fondo cada milímetro de la casa, que hayan ordenado los armarios y alacenas de manera perfectamente primorosa, que hayan aprendido a cocinar mejor que Sumito Estévez, que hayan leído más libros que Rafael Arráiz Lucca, que sepan más de béisbol que Mari Montes y sean hoy más expertos en salsa que César Miguel Rondón. Fantástico que sepan más de teoría del color que Patricia van Dalen, más  de teatro que Javier Vidal y Héctor Manrique, que hayan tomado el intensivo de Open English, que hayan visto de nuevo Game of Thrones e Isabel, que hayan tenido la disciplina de hacer más sesiones de pilates que Paula Echevarría. Estupendo que al fin hayan terminado el rompecabezas tridimensional de la Sagrada Familia de Barcelona, que hayan visto otra vez La Guerra y La Paz y Lo que el viento se llevó y que hayan bajado y visto todas las temporadas de Cuéntame como pasó.  Maravilloso que hayan descubierto cómo se usan esas funciones misteriosas del celu, que hayan organizado las chorrocientas fotos y limpiado su disco duro de otros tantos archivos que no hacían sino ocupar espacio.

Todo eso sirvió para aguantar el encierro. Y para salir de él un poquito más  cultos. Ganancia, pues. Pero ahora toca ponerle el pecho a lo que viene.

Quien crea que de esto vamos a salir «como si nada», bueno, necesita tomarse unas cuantas pepas de Ubicatex. Porque nada será igual y ninguno de nosotros será el mismo.

Las sociedades que han pasado (y sobrevivido) epidemias y pandemias han experimentado enormes cambios, para bien o para mal. Todos los investigadores serios coinciden en que la peste negra (1347 – 1353), por supuesto espantosa y que le costó a Europa un tercio de su población, empero acercó el fin de la Edad Media y adelantó el Renacimiento. Y si bien siempre tendemos a ver solo la cara artística de esa etapa, a saber la belleza de la pintura, la escultura, la arquitectura, la música y la literatura, pues el desarrollo científico, tecnológico, económico y filosófico fue igualmente impresionante. Por alguna razón la especie humana después de un dolor enorme consigue maneras de levantarse y reinventarse.

Es como las guerras. Son espantosas y han costado millones de vidas inocentes. Y hay que hacer todo lo posible por evitarlas. Pero además de desarrollo de material bélico, la historia muestra que los supervivientes y la generación que les sigue aprenden del dolor y del desastre y si bien históricamente la Humanidad repite sus errores y vuelve a caer en conflagraciones, también aprende, luego de un periodo de introspección y reflexión individual y colectiva, a desarrollar nuevas maneras de satisfacer sus necesidades básicas, secundarias, terciarias… La palabra clave es «creatividad».

Alvin Toffler, un autor que leí ávidamente en mi juventud, insistía en que no se trataba de hacer más sino de hacerlo mejor. Y de eso va la creatividad. De pensar mejor, de sembrar mejor, de recolectar mejor, de fabricar mejor. De hacer todo eso creativamente.

Hemos leído y visto decenas o centenares de libros, películas y series de ciencia ficción. La generación anterior a la mía estaba obsesionada por la invasión de alienígenas. La mía cargó sobre los hombros con el terror a la guerra nuclear. Luego reaparecieron los extraterrestres. Y hasta salimos al espacio exterior y nos topamos con seres de otras galaxias. Siempre estamos angustiados por el fin del mundo, porque nos van a invadir, porque los terroristas van a lanzar agentes bacteriológicos, porque miles de Godzilla van a salir del fondo del mar o un asteroide gigante nos va a pegar y sacar de órbita. Los volcanes hacen erupción, los tsunamis barren con todo y nos contagiamos de bichos. Todos nuestros miedos han sido escritos y filmados. Y estoy segura que los dedos de los mejores escritores no se van a parar.

En la serie de películas Guerra de las Galaxias, si vemos más allá de la espectacularidad de los efectos especiales, en realidad Lucas quiso pasearse por un mundo complejo. Quiso (re)plantearnos nuestro eternos dilemas, las no resueltas paradojas en las que nos hemos estado bamboleando desde el principio de los tiempos.

Esto nos pasó. Como escribe Simone de Beauvoir, “esto no se pude decir, no se puede escribir, no se pude contar; esto se vive, es todo”.

Cuando pase el Coronavirus, tendremos frente a nos un mundo distinto que nos desafiará. Las frases hechas no servirán más. Muchos estereotipos caerán estrepitosamente.  Y nos veremos forzados a volver a la «mesa de dibujo», a la pantalla con preguntas básicas: qué, quién, dónde, cómo, cuándo, por qué, para qué. 

Y entenderemos que si bien no partimos de cero, sí tendremos que bajarnos todos de ese hedonista pedestal de arrogancias y enfrentar la realidad: que cuando (creíamos) habernos aprendido todas las respuestas, ups, nos cambiaron todas las preguntas.

Futuro

Empujada por el padre Olaso (mi profesor de Filosofía en la universidad), a los veinte años empecé a leer a Proust. Y no lo entendí. Lo mismo me había pasado con Kafka y con otros autores. Para esas épocas mi cerebro no estaba suficientemente desarrollado o desperdiciaba el tiempo en babiecadas romanticonas. La idiotez juvenil es una enfermedad que se cura con el paso del tiempo.

A los veintisiete años, por razones que no viene al caso explicar, me fui un tiempo a París. Supongo que fue la soledad con la que me enfrentaba por primera vez en mi vida, o el ánimo único de esa ciudad, o los tantos días de caminotear bajo la lluvia, o el mirar la vida con mayor madurez lo que hizo que Proust se me metiera entre las costillas.

No hay nada más efímero que el hoy. Y sin embargo, estamos obsesionados con el presente, con lo que tenemos hoy, con lo que queremos hoy, con lo que somos hoy. Y nos levantamos todos los días a un nuevo hoy. En un recurrente comenzar de nuevo, como si eso fuere bueno o posible.

El hoy de hoy es largo y, para colmo, de claustro. En este pequeño apartamento en el que mi marido y yo estamos pasando la cuarentena hay solo una ventana habilitada. El cielo de la ciudad de Santo Domingo en la hermosísima Quisqueya es azul. Porque Dios aprieta pero no ahorca, la temperatura está particularmente amable y no hay ese calor que algunos esperarían por estos meses. Son las tres y algo de la tarde de este sábado de la semana mayor y mientras escribo estas líneas, alguien en este vecindario lindo y arbolado ha decidido ofrecer un concierto de la más hermosa música dominicana. Tiene un repertorio fantástico y su equipo de sonido no distorsiona. Me arranca plácidas sonrisas.

Y sí, me hace pensar en Proust, en esa manera infinita de ver la vida con los ojos del «esto no se acaba aquí». Futuro. A eso nos refiere Proust siempre. No usa, para mi alivio, ese lenguaje abigarrado que me espanta. «La creación del mundo no ocurrió al principio de los tiempos, ocurre todos los días».

Cientos de millones de seres humanos están en este momento en estado de pánico. Se sienten totalmente indefensos. Otros tantos sienten igual miedo, pero lo manejan con más serenidad. Los jóvenes están a la expectativa. Para ellos, nadie, ni siquiera los peores gobiernos ni los más absurdos y estúpidos liderazgos podrán destruir su mañana. Los mayores estamos tristes. Es comprensible. Sabemos que el tiempo es un «recurso natural no renovable» y que, cuando hagamos las cuentas, lo perdido, eso que tantos años y tanto esfuerzo nos costó construir, se fue, perdido quedará, porque no tenemos ya edad para hacer todo de nuevo. Ese “ya es tarde”  es difícil de metabolizar. Pero jóvenes y mayores saldremos de esta tragedia con la capacidad de encontrar nuestras miradas en un cielo común. El horizonte no se acaba porque no lo veamos hoy.

Y los millones de supervivientes harán liturgias para homenajear a los caídos en esta guerra inesperada contra un bicho sin alma. Y quizás, aún adoloridos y con las metas menos pedantes, reconstruiremos lo que se pueda reconstruir y construiremos lo nuevo que sin duda hay que construir.

«Siempre es durante un estado mental pasajero cuando hacemos resoluciones duraderas», me susurra Proust en esta tarde linda. Y yo, pues, le hago caso.

Santo Domingo de Guzmán, República Dominicana 

Cuarentena de 2020

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