Los presos, la política y el hartazgo social

Enrique Petrullo era un operador judicial en la provincia de Buenos Aires. Un influyente dentro de la Justicia local, que a veces era real y, otras veces, era falso. Integraba la megabanda liderada por el exjuez de Garantías César Melazo. Compartían las correrías de Melazo otros exmagistrados, policías, ladrones, expresos y barrabravas; todos se dedicaban a delinquir con vocación de artesanos. Petrullo estaba preso en la cárcel de Ezeiza, junto con su jefe, Melazo. Su abogado se presentó ante la Cámara de Casación provincial y pidió su prisión domiciliaria por la epidemia.

Argumentó que Petrullo tenía tos y antecedentes familiares de cáncer de colon y de enfermedades cardíacas. Nada más. Un informe médico del penal aseguró que Petrullo no se encontraba «en la franja de personas vulnerables» y que no se detectó en él ninguna enfermedad seria. El juez de la Cámara de Casación Víctor Violini decidió por sí solo que valían más los argumentos del abogado defensor de Petrullo que los de los médicos oficiales. Petrullo corretea ahora alegremente por su casa.

Pedro Olmos tiene 68 años. Violó a una nena de 13 años durante la fiesta de cumpleaños de un nieto suyo. Estaba preso en una comisaría de Burzaco. El mismo juez, Violini, le concedió la prisión domiciliaria en el mismo barrio donde vive la víctima de Olmos. También liberó a otro violador de un menor de 8 años y de una menor de 6. Para la prisión domiciliaria se usan tobilleras o pulseras electrónicas que, supuestamente, le permitirían al Estado seguir sus pasos. El ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, aseguró que no es así. Contó que una banda de unas seis o siete personas intentó en los últimos días asaltar un supermercado en Pergamino. Uno de los asaltantes tenía una pulsera electrónica porque debía estar cumpliendo prisión domiciliaria. «La pulsera es pura sarasa», concluyó Berni. Esos son algunos casos de libertades inconcebibles, que se multiplicaron exponencialmente en días recientes. Hay miedo en la sociedad por la pandemia y hay miedo por la liberación de presos. ¿Por qué extrañarse luego del hartazgo social y de los masivos cacerolazos?

El juez Violini es un kirchnerista confeso que pasó los últimos años despotricando contra los gobiernos de Macri y de Vidal, y ahora reivindica en las redes sociales a Cristina y al ministro de Economía, Martín Guzmán, que no tiene la culpa de contar con semejante admirador. Violini nunca alcanzó el puntaje ni los méritos para ser juez. Lo nombraron lo mismo en tiempos de Cristina. Pero ¿por qué Violini tuvo el poder para liberar a más de 2000 presos si él es solo un miembro de un tribunal de tres jueces? La explicación no refiere solo a la calidad del juez, sino también a la de las instituciones que lo albergan. En las cámaras de Casación, la última instancia penal, las decisiones deben ser tomadas por la mayoría de un tribunal de tres jueces. Así sucede, por ejemplo, en la Cámara de Casación Federal en la Capital. Pero el presidente de la Corte Suprema de la provincia, Eduardo de Lázzari, dictó una resolución en la que autorizaba que las decisiones de la Cámara de Casación bonaerense las tome un juez de manera unipersonal. Un mamarracho jurídico sin precedente, que no justifica ni siquiera la inexplicable feria judicial.

El problema del hacinamiento en las cárceles bonaerenses existe. Hay más de 42.000 presos en ellas (y alrededor de 15.000 más en comisarías), cuando las organizaciones internacionales de derechos humanos aconsejan que exista solo la mitad de esos detenidos en una estructura carcelaria como la de la monumental provincia. Estructura vieja, obsoleta e insuficiente. Las cárceles de Dolores y Mercedes tienen el triple de presos según la capacidad para la que fueron hechas en el siglo pasado. Es cierto que la pandemia puede hacer un desastre en semejantes cárceles. El procurador general de la provincia, Julio Conte Grand, firmó una resolución el 16 de marzo (cuatro días antes de que se resolviera la cuarentena nacional) en la que instruyó a fiscales y defensores -esas dos ramas de la Justicia dependen de él- para que se pusieran de acuerdo en un programa para descomprimir las cárceles. Debían hacer un listado de personas realmente en condiciones de riesgo que hubieran cometido delitos leves y que estuvieran cerca de cumplir la pena. Confeccionaron un plan que incluía a 1200 personas encarceladas. La Justicia liberó a unas 600 de esa lista. El resto es responsabilidad de fiscales y jueces que abrevan en la escuela del garantismo extremo de Raúl Zaffaroni y de oportunistas políticos que aprovecharon para liberar amigos o amigos de amigos o viejos hacedores de favores políticos. Liberaron hasta comisarios corruptos. La certeza de que existen áreas de complicidad entre la política, la policía y las mafias dio otra prueba.

Es cierto que los gobiernos de Estados Unidos, de Francia, de España y de Gran Bretaña debieron resolver problemas en cárceles hacinadas durante la pandemia. Pero en esos países los jueces son jueces con autoridad jurídica y moral. Liberaron a los que tenían que liberar y los gobiernos reciclaron las cárceles y reacondicionaron lugares amplios como prisiones. Las comparaciones con las ocurrencias locales son pura ficción.

La política no es ajena a lo que pasó (o a lo que está pasando). El gobierno de Axel Kicillof está fragmentado. Por un lado, están los que aprovechan la pandemia para intentar la libertad masiva de presos. Esa línea en la administración de Kicillof la integran su ministra de Gobierno, la camporista Teresa García; el diputado provincial Carlos «Cuto» Moreno, un hiperkirchnerista con influencia importante en el gobierno bonaerense, y el presidente de la Comisión de la Memoria, el cristinista Roberto Cipriano García, quien dijo que su objetivo «es liberar a la mayor cantidad de presos». Forman parte de la otra vertiente, renuente a las liberaciones, el propio gobernador, según testimonios concurrentes; el ministro de Justicia, Julio Alak, y el de Seguridad, Berni, que es el único cristinista con una noción de la seguridad pública. Berni sigue teniendo un diálogo permanente y casi familiar con Cristina Kirchner. No existen en esas corrientes enfrentadas ni albertistas ni massistas. Son todos cristinistas puros. Como cada vez que hay problemas en su propio corral, Cristina se vuelve darwiniana: calla, a la espera de que sobrevivan las especies más fuertes.

Alberto Fernández oscila entre ser presidente y ser un comentarista. Dice, por un lado, que la liberación de presos es responsabilidad de los jueces. Nadie en su sano juicio puede estar en desacuerdo. Pero luego culpa a los medios periodísticos de crear un clima de paranoia social por los zafarranchos que hacen sus funcionarios. ¿No fue, acaso, el secretario de Derechos Humanos, el cristinista Horacio Pietragalla, el que comenzó el proceso de cárceles deshabitadas con sus arbitrarios pedidos de liberación, que incluyeron a Ricardo Jaime y a Martín Báez? De Jaime ya se ha dicho todo. Es un ladrón confeso de bienes del Estado. Martín Báez, hijo del súbitamente multimillonario Lázaro, tiene 38 años y no padece ninguna enfermedad. Martín Báez fue descubierto haciendo movimientos en cuentas inhabilitadas por los jueces. Debe estar en prisión, según la ley.

El Presidente también se corre de su papel esencial cuando se coloca en profesor de Derecho Penal y explica sus ideas de por qué en situaciones como la actual deben liberarse algunos presos. Es el jefe del Estado quien está señalando una línea de acción, que algunos jueces obedecen como si fuera una orden formal. ¿Los jueces no deberían hacerlo? Desde ya que no. Pero el Estado argentino es lo que es. No tiene cárceles suficientes ni en buen estado, carece de funcionarios idóneos para las tareas que cumplen y tampoco todos los jueces son dignos del cargo que ocupan. El Estado argentino es una estructura atada con alambres flojos y herrumbrados. Sirve relativamente para administrar la absoluta normalidad. Un hecho imprevisto o una calamidad como la pandemia exhiben obscenamente sus debilidades, su pobreza y sus miserias.

Crédito: La Nación 

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