Alberto, solo ante la decisión más difícil

El viernes, la aceptación de la propuesta del gobierno argentino por parte de los acreedores fue baja. Es probable que también lo sea en el nuevo plazo, que vencerá mañana. Con todo, el anunciado fin del mundo no sucedió ni sucederá.

La fecha posible para un eventual default tiene ahora otro plazo, el próximo 22 de mayo. Ese día vencerá el período de gracia de 30 días para un pago postergado de 503 millones de dólares.

Si no hubiera acuerdo con los bonistas en los próximos diez días, el impago de esa cuota (insignificante para el volumen total de la deuda argentina) podría tener un efecto dominó sobre el resto de los compromisos. El default ya no solo sería virtual, sino real. Sin embargo, existe un recurso para que el Gobierno pida una extensión del período de negociación, que salvaría al país de otro vergonzoso default en su historia económica. El país ingresó de esa manera en un período corto de tiempo signado por el dramatismo, cuya conclusión marcará el decurso de los próximos años.

Marcará también la gestión de Alberto Fernández como presidente. En los últimos dos meses, debió (y debe) enfrentar las dos decisiones más cruciales de su mandato, por lo menos hasta donde llega la mirada. La primera fue la administración local de la pandemia del Covid-19, que dejó ya en el mundo más de 270.000 muertos y 4 millones de infectados. Debe reconocerse que la decisión del Presidente de ordenar tempranamente una cuarentena estricta evitó miles de muertes en la Argentina. Si bien se mira el mundo, los grandes países que la demoraron tienen la mayor cantidad de muertos. Los números son incontrastables. La segunda refiere a la decisión de si el país acordará con sus acreedores o declarará el default. Es una decisión política exclusiva del Presidente. ¿Quién recuerda el nombre del ministro de Economía de Rodríguez Saá, el presidente que decidió el default de 2001, en medio de una increíble algarabía en el Congreso? Nadie. Recordamos solo a Rodríguez Saá, que luego terminó perdiendo hasta el liderazgo de su feudo puntano.

Los que hablan con Alberto Fernández aseguran que él no quiere el default. Solo aspira a un acuerdo que el país pueda cumplir. «La Argentina no debe caer nunca más en un default», repite en estos días a quienes lo ven en reuniones reservadas. No se refiere solo a la opción actual entre acuerdo o default, sino también a la historia del país como deudor embustero. Sabe aprender entonces de las experiencias pasadas y también sabe leer el estado de la opinión pública y de los sectores económicos y sociales más importantes. La opinión pública, los empresarios más significativos y los sindicatos más serios le han hecho saber que el default es la peor receta.

Una reciente encuesta de Poliarquía señala un cambio crucial en el histórico pensamiento de los argentinos, siempre más predispuestos a no pagar lo que deben o a echarles la culpa de sus errores a paranoicas conspiraciones externas. Según esa medición, el 55 por ciento de la sociedad está de acuerdo con la manera del Gobierno de negociar con los acreedores. Un 60 por ciento quiere acordar con los acreedores y evitar el default. Y, lo más sorprendente, un 61 por ciento sostiene que el Gobierno debería cambiar la propuesta, si esta fuera rechazada, para evitar el default. La historia de la última gran crisis está muy cerca: un 89 por ciento cree que el impacto del default en la economía y en la sociedad será mucho o bastante.

Ya nadie habla en el Gobierno de una política de «tómelo o déjelo» con respecto a la propuesta argentina a los acreedores. Al revés: todos los altos funcionarios aluden a que quieren seguir la negociación. El propio Presidente aceptará hablar con un grupo de acreedores, que le pidieron dialogar con él, durante los próximos días. «Esperan que yo sea más flexible que Martín (Guzmán, ministro de Economía), pero él consulta todo conmigo», anticipa Alberto Fernández. El centro de la negociación está en la tasa de interés que el gobierno argentino pagará después de los tres años de gracia. Algunos de los grandes fondos de inversión, acreedores fuertes del país, propusieron bajar el promedio actual de la tasa de interés, que es del 7 por ciento anual, al 5 por ciento. Imposible. La tasa que ofrecerá el gobierno argentino es la mitad de lo que pretenden esos acreedores. «No puedo dejarle a mi sucesor la herencia de otro probable default cuando en el mundo se paga 0 por ciento de interés», responde el Presidente. Pero está dispuesto a flexibilizar posiciones. ¿Ejemplos? Capitalizar la menor tasa que pagará (0,50 por ciento) durante los años de gracia, en los que, según la propuesta actual, no pagaría ni capital ni intereses. Capitalizar significa que ese interés anual se pagaría durante los tres años de gracia, aunque se haría efectivo cuando se vuelva a pagar deuda. ¿Otro ejemplo? El Gobierno está dispuesto a respetar el ciento por ciento del capital de los acreedores en lugar del 95 por ciento de su propuesta actual.

Esta última parte es también una estrategia judicial. El fallo del juez Thomas Griesa, que se convirtió en jurisprudencia en la Justicia norteamericana, resolvió que se respetara el ciento por ciento del capital, aunque dejó librados los intereses a una negociación entre las partes según las tasas vigentes en ese momento. Ese fragmento de la decisión de Griesa le permitió al gobierno de Macri hacerles una quita del 60 por ciento a los holdouts, los bonistas que no aceptaron ninguna propuesta del gobierno argentino luego del default de principios de siglo. Griesa señaló entonces que los acreedores habían comprado en su momento de buena fe la deuda argentina, aunque cuando llegaron a sus manos los bonos estaban en poder de fondos buitre. Cuando el actual gobierno insiste con que cuenta con el respaldo del Fondo Monetario está desplegando también una eventual estrategia judicial. El FMI aconsejó públicamente a los acreedores de la Argentina hacer una quita importante. Ningún fondo buitre podrá decir luego, afirma la administración, que compró deuda de buena fe. Hay suspicacias con el Fondo entre los bonistas de la deuda argentina. El Fondo es el mayor acreedor de la Argentina (la deuda es de 44.000 millones de dólares) y no puede hacer ninguna quita por disposición de su reglamento interno. Pero les aconseja a los acreedores privados que hagan quitas importantes. «Hay conflicto de intereses en el Fondo», dicen algunos acreedores. En síntesis, el Gobierno ofrece un bono que vale 40 centavos por dólar; en el mercado, los bonos argentinos valen 30 centavos. Es un aumento importante. La administración está dispuesta a hacer modificaciones a su propuesta, pero los acreedores quieren saber cómo será el día después, sobre todo el plan económico del Gobierno. De eso dependerá el valor posterior de los bonos. La parte final de toda negociación es la más tensa.

Mañana, Axel Kicillof deberá pagar -o no- un vencimiento de 113 millones de dólares. Un default de la provincia de Buenos Aires sería una mala señal en momentos decisivos para la deuda nacional. En febrero Kicillof no quería pagar un vencimiento de 250 millones de dólares. Hasta lo convenció de su posición al ministro Guzmán. Alberto Fernández debió convencerlo a este de que sería un pésimo precedente. No habría sido Kicillof el que hubiese entrado en default, sino su mentora, Cristina Kirchner. El mensaje al mundo financiero hubiera sido muy malo. No obstante, fue la propia Cristina la que ayudó al Presidente a inculcarle a Kicillof la idea de modificar su decisión. Kicillof pagó. ¿Pagará mañana? Cristina se hizo a un lado de los asuntos económicos, aseguran en la cima del Gobierno. Opina sobre otros temas, pero no sobre la economía.

La conclusión de estas horas es que Guzmán quiere ser el ministro del acuerdo, no del default. Y que Alberto Fernández tampoco quiere ser el presidente del default. Así está la parte argentina. ¿También los acreedores quieren evitar el default? Si la respuesta fuera que sí, el acuerdo estaría al final del camino que todos exploran. El destino del Presidente vacila en medio de esa negociación.

Crédito: La Nación 

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