Estridencia de tuercas
Cierto, Julian Barnes ha pedido comprensión hacia Dmitri Shostakóvich, tratando él mismo de comprenderlo. Convertido en protagonista de una novela que pudo ser traviesa y atrevida, acaso, escrita en clave latinoamericana, “El ruido del tiempo” (Anagrama, Barcelona, 2016), parece una de esas placas de reconocimiento que se entregan o reciben en los actos más o menos concurridos, tras un discurso convencional y sonreído.
Se dirá, resultaba ocioso y contraproducente enfrentarse tan desigualmente a la dictadura estalinista, porque la apuesta – necesariamente – no incluía u obligaba al exilio dorado. Otros, muchos otros, se adaptaron y contribuyeron a las circunstancias y, con menor talento, gozaron de la ventaja de pasar inadvertidos para los moralistas posteriores.
Consabido, la pieza de Shostakóvich, o él mismo, no ha gustado y deberá renegar de ella, amoldándose al criterio estético en boga que luce preferible al tormento siberiano, luego de la correspondiente crítica publicada en el en el órgano del partido. El templón de oreja requería de un discurso mínimo, de un razonamiento básico, para legitimar ante la élite del partido la sanción – por supuesto, moral – que autorizaba cualesquiera penalidades ulteriores.
Hijo de la ilustración, el marxismo soviético quiso hacerse y fue ilustrado, pues, no había purga ni fusilamiento de no compadecerse con el ritmo que adquiría la historia y de cuya claridad dejaba constancia el camarada Koba, el notario por excelencia del clima que la lucha de clases imponía. El socialismo del siglo XXI, autoanimado como una hazaña de la postmodernidad que le da prestancia y brillo, simplemente es hijo de la arbitrariedad, el capricho y, muy definitivamente, del pensamiento mágico-religioso, por lo que obran más los cuentadantes que notarios o jueces: no hay lógica alguna que invoque para sus pugnas y revueltas internas, excepto las que suscita el reparto del botín capturado, única fuente de disidencia entre militantes cercanos y cómplices.
Este socialismo de nuevo siglo, ruidoso hasta el cansancio, no tiene que incurrir en sanciones morales, pues, traerlas al tapete, significa elaborarlas, trabajarlas y, por ello, nuestros Shostakóvich están fuera o dentro de la película, pero no merecen explicación alguna para el revanchismo o la persecución que puedan sufrir. Por ejemplo, intérprete consagrada, a Gabriela Montero se le ignora o se le insulta, pero un dictamen es algo imposible para justificar el rechazo ideológico que suscita en la nomenclatura que no es ni remotamente ideológica ni nada que se le parezca: eso sí, exquisita como el que más; estridentemente exquisita, si le aprietan mucho la tuerca de la vulgaridad que dicen haber superado.
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