Ser Latinoamericano

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A veces los afectos se despiertan tardíos y termina uno descubriendo arraigos como si fueran nostalgias. Me pasó recientemente cuando alguien manifestó opiniones muy negativas sobre la que fuera hasta el 2012 mi alma mater: la Universidad Central de Venezuela (UCV). Cuánta paciencia hay que tener para ser latinoamericano, pensé.

La discusión comenzó por un vitral de Léger que se exhibe, magnifico, en el lobby de la Biblioteca Central. Ya no recuerdo las palabras exactas, a los latinoamericanos olvidar se nos da bien. Pero la cosa iba más o menos así: es un desperdicio que las obras de Léger adornen espacios tercermundistas. El reciento es indigno. La UCV está por debajo del número 500 en el ranking de universidades del mundo.

Mi reacción, por poco, fue visceral. Sin embargo, terminé por controlarme lo suficiente para no responder el mensaje aunque fracasé en mis intentos de ignorarlo. Y fue una sorpresa. Mi actitud es, por lo general, la de un expatriado: nunca he sentido grandes ataduras con el país ni con la venezolanidad; al contrario, suelo ser bastante crítica. Pero no esta vez. Me pregunté qué había cambiado.

En mis años de Ucevista me quejé hasta el cansancio de la pésima calidad educativa que estaba recibiendo. Los paros, los profesores piratas, la falta de herramientas y de oportunidades, los recursos siempre escasos, los mosquitos: todo era un muro. Hablar del estado en el que se encontraba su estructura o de su desafortunada rectora –casi tan antigua y corrupta como la revolución- ya era arar en el mar. Cuando me retiré me sentí bien, estaba contenta.

La distancia enriquece la perspectiva. En ocasiones el aprendizaje viene con retroactivo.

Inmediatamente después de renunciar al sueño Ucevista llegó el trabajo. Ella, que había sido la profesora que más hondo marcara mi experiencia universitaria, se convirtió en mi jefa. Me descubrí altamente competente y, entonces, sucedió: comencé a reconocer cuánto me había enseñado la UCV. No sólo conocimientos de base, pero el instinto, la iniciativa, el olfato. Muchas universidades te forman pero pocas te enseñan a formarte por tu cuenta.

La UCV me enseñó otra cosa importante: hacer lo mejor con lo que tengo. “A veces me pregunto cómo puede una persona que no ha comido, que no tiene dinero, que no tiene seguridad, o que tiene que usar el patético transporte público de este país, venir a estudiar y concentrarse”, dijo alguna vez un profesor. Yo todavía me lo pregunto. “No somos los mejores pero hacemos lo mejor”. Como mantra: la arrogancia pocas veces, o ninguna, conduce al éxito.

Y, al final, ese gen de la hormiguita es, entre otras cosas, lo que caracteriza ya no sólo a los Ucevistas sino a los latinoamericanos. Hemos sido, humildemente, la base de una civilización que a veces parece olvidar que sin Latinoamérica no podría existir. Basta con preguntarse cuántos médicos venezolanos hoy salvan vidas alrededor del mundo, o cuántos ingenieros, o cuántos arquitectos, o cuántos, o cuántos, o cuántos. Pero pasamos por el mundo sin hacer demasiado ruido, con tranquilidad, como quien silbara.

Por otra parte, y para despecho de muchos, todavía no conozco una universidad más pluralista que la Universidad Central de Venezuela. Acunó, desde sus inicios, todos los pensamientos, todas las ideologías, y constantemente le recordó al mundo la importancia de la convivencia porque la tierra es de nadie y “el respeto al complejo ajeno es la paz”. Formó lo mejor y lo peor de un país. Ningún autoritario le ha sobrevivido, bien la llaman “la casa que vence las sombras”, pero cuánta paciencia hay que tener para ser latinoamericano.

Sin duda, lo que más admiro de la Universidad Central de Venezuela es su belleza y cómo esta, a su vez, nos embellece: no en vano fue nombrada Patrimonio Cultural de la Humanidad, aunque la humanidad a veces lo olvide. No en vano apostaron tantos artistas por este recinto: la UCV es un recordatorio de lo que nos merecemos, de que somos esto pero también somos otros. Paciencia.

En los pasillos de esta, mi primera universidad, descubrí que a veces uno arrastra luchas. La lucha es el desarrollo. A diferencia de quienes llevan el futuro, los latinoamericanos llevamos muchas veces el pasado por delante, como estandarte, como rosario, como recordatorio. El tiempo parece que nos corre a una velocidad distinta. La lucha es no perder la humanidad en la lucha, no perder la raíz.

Si algo me quedó pendiente en Venezuela fue vivir el Aula Magna: sentir cómo vibra el mundo bajos Las nubes de Calder. Sin embargo, estoy convencida de que es temprano para cargar con arrepentimientos, así que año tras año otros cumplen mi sueño y de alguna manera, con ellos, me consagro Ucevista y me recuerdo latinoamericana. Porque eso somos, finalmente, todos los que nacimos bajo el manto de la cordillera más grande del planeta. Venezuela, Colombia, Ecuador… La lucha es la misma: la lucha siempre ha sido el desarrollo. La pregunta es hacia dónde.

Ucevista, venezolana, latinoamericana: a uno terminan por definirlo las pequeñas cosas, las nostalgias, los más antiguos afectos. Como siempre decía un amigo: “hay que ser del Caribe pa’ saber”.

Fuente: gabbiconsuegra.wordpress.com

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