El califato registral

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Observación ya frecuente, en la Constitución de 1999 cohabitan los inevitables aspectos democráticos con los autoritarios, permitiendo circunstancias como la de la reciente y masiva delegación de atribuciones presidenciales al vicepresidente de la República, aunque – sostenemos – una adecuada interpretación hermenéutica lo impediría.  Simplemente, el constituyente que la ofertó y sancionó, no ejerció enteramente las libertades necesarias para concebirla, legándonos una pieza que no resiste el adecuado examen del constitucionalista contemporáneo, excepto aquellas materias que confiscó de la COPRE y de la comisión de reforma que presidió Rafael Caldera.

Las numerosas competencias transferidas, hacen de Nicolás Maduro un ocioso monarca al que le molestan o ocupan los asuntos propios de la jefatura de Estado, por lo menos, hasta nuevo aviso, para ratificar el abandono de sus tareas fundamentales, como nunca antes lo hiciesen sus predecesores, incluyendo, por ejemplo, al mismo Victorino Márquez Bustillo que gozó de la extrema confianza de Juan Vicente Gómez. A pesar de la quiebra de la industria,  priva y privará por un buen tiempo más la mentalidad petrolera, por lo que Miraflores despunta como el califato aceitero que tampoco lo fue antes al servir de sede del Ejecutivo Nacional.

Que sepamos, en un cuadro convincente de pesos y contrapesos que sumaba a los medios de comunicación como el cuarto poder real, el presidente de la República, por largas décadas, asumió la fundamental e indelegable función obligado a atender semanalmente a sus ministros reunidos en gabinete o en forma individual, examinando y aprobado los llamados puntos de cuenta. Ahora, no olvidemos, declarado en falta absoluta por un parlamento que  lo aventaja en legitimidad, habrá ministros a los que les costará todavía más conseguir una audiencia personal con Maduro, gracias al artificio improductivo, innecesariamente complicado, de vicepresidencias, ministerios y viceministerios.

Versamos en torno al contexto en el que se decide un artilugio llamado Carnet de la Patria, pretendiendo reemplazar la cédula de identidad por una tarjeta insustentable que ha condenado a sectores de la población a hacer interminables colas para obtener, por cierto, un plástico que no permite satisfacer el servicio bancario común respecto a las tarjetas de débito y de crédito. Segregando a la ciudadanía, lo poco que hay o habrá,  será distribuido a favor de los más firmes partidarios del régimen que quedan, distraídos mediante la concesión de una tarjeta que emula un poco la que denominó La Negra el candidato opositor por 2006, en una coyuntura y con una finalidad diferente.

Así como el régimen lo ha hecho en muchísimas oportunidades y por todos estos años, ofreciendo una vivienda que no dio y, luego, pretextando un censo de necesidades, ahora se emplea a fondo en una registraduría de datos digna de un califato biométrico, pero que beneficia principalmente a sus servicios de inteligencia que, además,  son capaces de obtenerlos por vías más expeditas e imperceptibles. Y fuerza a la movilización de una población que, excedida en angustias, aspira a hacer una cola definitiva cuando le niegan la más estelar y decisiva de todas: la electoral.

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