Que Dios me perdone si no sé perdonar

Antes de leer el texto, imaginen que la persona de la que se enamoraron profundamente; no con emociones instantáneas prefabricadas, sino de verdad, le hace creer que también le ama; y que, en forma simultánea y rastrera, lo estafa, lo arruina, y además le es infiel con un sinfín de amantes clandestinos, en un afán de satisfacer un ego enfermo disimulado perfectamente todos los días, con el plan estratégico de destruirlo a usted. O que esa persona ha estado abusando sexualmente de su pequeño vástago, en su casa y en su cama, y hasta lo asesina. Imagine cualquier otro hecho dantesco que se le ocurra.

Son eventos que irremediablemente fracturan la continuidad de la vida y por algún tiempo, te impiden avanzar; porque el ser humano necesita de amor y seguridad para desarrollarse. Cuando amas, abres todas las compuertas del alma, entregas las llaves y te haces vulnerable. He allí la importancia de convivir con seres que por lo menos parezcan confiables.

Luego de ser traicionado de esa forma perversa, te detienes en un limbo donde no se respira y donde casi afirmas que mañana no te vas a despertar. Pero sí lo harás, porque inhalar y exhalar es un acto involuntario. Entonces inicias esa escalada inconsciente, día tras día, como Sisifo, ascendiendo una cuesta infinita, superando poco a poco las etapas básicas de supervivencia del manual que llevamos implícito en la genética. Te diluyes en escenarios imprecisos que te sugieren que formas parte de un mal sueño y sientes un ardor de proporciones bíblicas que te unifica la epidermis con las vísceras.  Más adelante, sigues con muchos de los síntomas, pero admites la realidad. Esa aceptación omite una cuota del dolor que empieza a sustituirse con deseos protección y de venganza. Luego, en un tiempo relativo, ajustado al componente de cada personalidad, te documentas, lees salmos y peregrinas por la  literatura buscando fortalecer tus herramientas para dar una lección al degenerado, y para establecer con más prudencia tu próxima relación. Pero, en tu ilustrado camino, descubres que no eres capaz de devolver ese golpe maldito y que irremediablemente, para expulsar el cálculo gigante de odio que llevas adherido a tu cuerpo, debes aprender a perdonar, y eso empieza por olvidar lo ocurrido.

Ahora bien, para que exista el perdón, debe existir una ofensa. Estamos claros también, de acuerdo a nuestra madurez, en que no todos los eventos malos son tan malos. Una vez leí que no debes poner en el cerebro lo que te quepa en un bolsillo, porque asumo que seguramente desaparecerá cuando laves el pantalón. Yo le agregaría que tampoco lo guardes en tu corazón. Hay sucesos de magnitud leve, tan irrisorios que no ameritan análisis, donde existen argumentos pero que no se requiere escucharlos, y que se regeneran orgánicamente como un raspón en la rodilla. Existen otros más dramáticos que exigen morir y resucitar, y donde el daño es tan grave que no existe nada que lo pueda disculpar. En la mitad del muestrario, quedan los agravios promedio, esos que hay que evaluar mediante alegatos y que de acuerdo a lo expuesto, haya un nivel de comprensión, que haga que la relación quede hospitalizada y luego, sea dada de alta satisfactoriamente. Entonces, considerando  lo anterior, la magnitud de la herida incide directamente en la urgencia del perdón.

Qué es lo que te hiere tan profundamente y te hace ponderar la posibilidad o no, de reconciliarte. Muchos ya estaremos coincidiendo en que no te hiere el acto, sino quién y cómo lo perpetra. No es igual que un violador sea un desconocido, a que sea el padre de la víctima.  Un extraño violenta el cuerpo, pero un padre profana el alma. Ambas escenas son terribles; pero, de acuerdo a esto, mientras más confianza y afecto exista, mayor será el tamaño del agravio.

Y, qué es el perdón. Pienso que no es solo un acto mecánico del cerebro al que te despiertas un día decretando. Se trata de un proceso bilateral, aleccionador; a través del cual, no precisamente olvidamos lo que ocurrió, sino que, exponiendo el suceso, comprendemos las razones del comportamiento del contrario, reafirmando su importancia. Porque durante esa transformación, sentimos que es más dolorosa su ausencia que los mismos efectos del error que cometió. Es una oportunidad de observar en las disculpas del otro, que podemos parecernos en la debilidad y que ese otro te respeta tanto que se avergüenza y se expone al castigo por seguir en tu entorno. Un proceso de intercambio que equilibra nuevamente la relación. Podemos considerar entonces, que en algunos casos de sufrimiento tolerable, perdonar tiene que ver con poder recordar sin resabio un evento traumático, porque sientes que la disculpa es sincera y reivindica lo padecido. Es un acto muy consciente del que creo rotundamente, que no tiene nada que ver con olvidar y alejar los hechos, sino más bien de todo lo contrario: confrontarlos. Pedir perdón y perdonar no nos convierte en héroes ni santos. Hacerlo es vital porque permite el libre tránsito del amor que se había quedado estancado; restituye el flujo de las emociones sanas, reconociendo el error y superándolo. Después de esa purga espiritual, ya ambas partes pueden seguir andando en un camino que, ahora seguramente, está en una dimensión más alta.

Entonces, qué sucede en esos casos donde el daño es tan grande que opaca cualquier posibilidad, o la arrogancia del verdugo no admite arrepentimiento. Qué sucede cuando el victimario sí se disculpa, pero finge de tal forma que no convence, y su performance deja claro que repetirá las acciones cuantas veces le parezca, contigo y con quien sea necesario, como si fuese una costumbre doméstica. Se trataría de un proceso unilateral, donde solo se transforma la  víctima y el otro permanece intacto. Donde perdonar es estéril y olvidar,  necesario.

Cuando una persona usa su poder recurrentemente y con plena conciencia para ultrajar tu inocencia; esa bestia y todo el que esté de acuerdo, deben ser olvidados. No tiremos perlas a los puercos. No es lo mismo un error que un maligno hábito. No desperdiciemos la oportunidad de crecer y de aportar en el crecimiento de otro que sabrá aprovecharlo. El perdón tiene un precio importante y un efecto aún más grande. Pídelo cuando sea necesario y por sobre todas las cosas, no lo malgastes.  Venezuela entera, hoy, es el escenario perfecto para practicarlo.

Dios nos demuestra, que no nos quiere vivos únicamente, sino elevados. De otra manera seríamos zombis, carentes de una empatía que no es solo un lunar familiar, sino el umbral de la sabiduría. Perdonar no es algo que se dice, sino que se hace; y se le suprime a quien no lo merezca, sin remordimiento. De lo contrario, el Mar Rojo no se hubiera abierto.

No se trata de ser jueces, sino excelentes alumnos y quizás mejores maestros.

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