Miedo cotidiano

Resulta imposible zafarse de la actual realidad. Las circunstancias conspiran para hacerse presentes en tu vida cotidiana y te hacen peso en la psiquis, corretean por tus nervios y golpean tu conciencia. Amanecer cada día se ha convertido en un ejercicio de sobrevivencia, en el que de repente no es necesario que te juegues la vida, pero donde sí resulta indispensable hacer acopio de todas tus fuerzas físicas y emocionales para poder apoyar con firmeza nuestros codos sobre el colchón y apalancarnos con ellos para levantarse y afrontar el nuevo día.

Eso que los terapeutas nueva era llaman “resiliencia”, en realidad es una vieja conocida para la mayoría de nosotros. Nuestra novísimamente descubierta “resiliencia”, se traduce en realidad en esa vieja treta evasiva de hacerse el loco ante la adversidad de no saber qué nos espera en cada día; el respirar profundo cuando revisamos semanalmente los nuevos precios con que nos recibe el tendero en la compra semanal; hacer cuentas mentales de cuánto destinar para las necesidades básicas, que mientras más básicas, más necesarias son; o contestarte maquinalmente “no… no… no”, cuando juegas al descarte delante de los mostradores y anaqueles cada vez más vacíos y al mismo tiempo más inalcanzables.

Te das cuenta que palabras como “sueldo”, “quincena”, “dinero”, son solo apreciaciones fugaces de tu propio estatus financiero. El mismo empleo se convierte en una actividad maquinal, automática, que aparenta no conducirte a ningún destino. Lejos quedaron los días en que decir “espérate a la quincena”, era garantía de fiel cumplimiento para honrar las deudas y mantener a raya a los acreedores. Nadie fía, nadie presta, nadie da, pero todos cobran.

El entorno tampoco se hace amigable en nuestra presencia, pues en un momento en que los sentimientos están a flor de piel y la lengua ajena punza nuestros oídos contestando la imaginaria y presunta ofensa nunca proferida, se ve al tercero como un posible enemigo que nos resta posibilidades de sobrevivencia, o que nos aleja en la larga cola un puesto más, al arañar la posibilidad de alcanzar el codiciado producto tan escaso.

Sales a la calle con el miedo como compañero asfixiante, que dicta tus caminos y determina tus horas. “No saques el celular… no muestres el dinero… evita salir tan tarde… que bueno que no te hicieron nada”, son mantras cotidianos, repetitivos e hipnotizantes, que no te libran de mal ni te brindan consuelo.

Un roce inesperado o un tropezón accidental, hace brillar la alarma en tus ojos ansiosos; si las hay, aceptas las disculpas alejándote rápidamente, sin apenas escucharlas completas; igual si fueran ofensas, no las oyes, no te detienes, no volteas, no vaya a ser que se trate de una obra de ingenio malhadado que busque vaciar tus bolsillos y haga más miserable tu día.

Tiemblas al escuchar pasos detrás de ti; volteas veloz al sentir ruidos desconocidos; revisas obsesivamente las cerraduras, rejas, puertas y ventanas. Palpas ansioso el metálico contorno de tus llaves puestas en el bolsillo, para sacarlas lo más rápido posible al montarte en el carro, llegar a casa o abrir las puertas del garaje. ¿Recuerdas esos momentos tan agradables cuando toda la familia te esperaba en la puerta a tu llegada? Ya no; ahora el arribo a casa se conviene en un instante agónico, con un veloz abrir y cerrar de puertas, en un “entra rápido” asustadizo puesto en la boca, que allana con urgencia la razón y te acelera el corazón.

Hasta la generosidad tiene condiciones. El charlero del autobús se violenta si no encuentra mercado para su pacotilla, y hasta insinúa las posibles consecuencias para tu vida de lo que él considera malagradecimiento. El pedigüeño habitual, tan necesitado y suplicante él, te exige “solo billetes de cien”, y ocurre entonces que la humillación cambia de manos y la señora que generosa se conmueve ante la tragedia del prójimo, se queda con el billete de veinte extendido, cuando el mendicante de turno no lo toma en actitud airada y le reprocha “pues esos billetes no los acepta nadie”.

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