¿Pavoso yo?

Venezuela no es la excepción en el mundo de las cosas pavosas. Constantemente vemos ejemplos de las peores pavoserías, algunas rayando en lo incomprensible, mientras que otras son simplemente grotescas. Por supuesto, para considerar a algo o a alguien como pavoso, pesan mucho las tradiciones y valores que inherentes al gentilicio, que a final de cuentas son los que cuentan a la hora de calificarlos como tal.

Todo empieza a costa de nuestros recuerdos más tempranos de la infancia, y aún peor, a costa de nuestros propios apéndices biológicos. Porque si no, ¿cuántas madres amorosas no guardan como un tesoro inapreciable el ombligo de sus retoños? Y la cuestión se vuelve un acontecimiento, cuando llegan las visitas a casa y mamá se apresura a mostrarle a los invitados ese pedazo de pellejo disecado guardado entre algodones y metido en un bolsito de tela rosada bordada primorosamente.

Pasada la primera pena, ya aprendidos en eso de caminar solos y valernos por nosotros mismos, todavía recordamos con algo de gracia y mucho de vergüenza el llamado alarmado de nuestra madre, quien desde el otro cuarto nos reprendía a gritos cuando por la flojera de quitarnos las medias o de ponernos los zapatos para no ensuciarlas, las usábamos con las sandalias y la reconvención era siempre: “mira mijo, quítate eso que te ves pavoso”.

Evidentemente, tampoco las celebraciones familiares escapan a los embates de esta tendencia, donde lo pavoso es rey. Si no, dígame de los matrimonios, donde algunos románticos en su afán de pintarse un cuento de hadas con castillos y todo, se toman la idea de soltar palomas vivas en plena iglesia cuando los novios se dan el “sí quiero”. Ha pasado bastantes veces que los animalitos mueren sofocados por el tiempo que pasan encerrados o si no, en oscuro augurio de los votos matrimoniales, se estrellan estrepitosamente con los pilares y vitrales del templo, muertos del susto.

Durante la recepción de la boda la tía Eufrosina, reconocida matrona de la familia, ya para las 11 de la noche ha abusado sistemáticamente de las provisiones de ponche crema disponibles en la barra, y venga entonces que empieza a sonar un golpe de tambor del estilo “levanta nalga”, y Eufrosina entusiasmada por el son, baila sola descalza y con los zapatos en la mano, mientras todos los demás le hacen rueda con el corito pavoso de “uaúah… uaúah…”, repetido hasta la exasperación.

El lanzamiento del ramo de novia no escapa al embrujo de la pava. Vemos entonces que entre las chicas emocionadas que forman parte del cortejo, salta de nuevo Eufrosina que ni pintada en la ocasión, se coloca muy divina ella en primera fila. y argumenta para justificarse ante la concurrencia “que está soltera”, justo ella que está curtida en tres divorcios.

Más allá tenemos al tío Ruperto, que luego de una docena de coctelitos, resuelve darle una sorpresa a los novios, y aprovechando que el estacionamiento está a oscuras, lucha denodadamente con su inmensa humanidad ataviada con un flux de última moda en el año 1974, para meterse debajo de un Ford Fiesta y amarrarle en el parachoques un cordel con 25 latas vacías, que como dicta la tradición, deben servir de pavosa banda sonora a la ruidosa escapada de los novios.

Tampoco se escapan de esta situación las fiestas de quince años, donde si es verdad que lo pavoso campea y hace las delicias de los convidados, quienes asisten fascinados a un espectáculo de tintes rosados y turquesas. La cosa empieza mal cuando papá se entera de que el inicial entusiasmo juvenil de su hija no era solo por la celebración de sus quince años, sino por el detallazo de que entre los invitados se encuentra un tal Yonaiker Jefferson, quien llega a la fiesta entre el murmullo y la sorpresa general, pues el tipo parecía haberse vestido en medio de una huída de un campamento de gitanos.

Al poco tiempo, hace su entrada triunfal la cumpleañera, una chiquilla chaparra, pasada de kilos y maquillada en exceso, embutida en un traje de lentejuelas dos tallas menor. Y así, la agasajada realiza un trabajoso performance musical, en el que pone a sudar la gota gorda a sus bailarines de reparto, quienes descubrieron hace pocos días que los oídos de la pequeña tenían incrustadas dos muelas que le impedían cualquier apreciación de ritmo y sonido. Bueno, qué carrizo, por lo menos la paga era buena.

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