Discurso y mentiras (I)

Durante el discurso del 2 de febrero de 1999, al momento de incorporarse como Presidente de la República, Hugo Chávez Frías expondría entre otras cosas que Venezuela se encontraba sumida en la catástrofe, fundamentalmente por la incapacidad de quienes tuvieron la responsabilidad de operar las riendas de la nación. De esta manera, desde la óptica del teniente coronel ungido ahora como presidente, Venezuela había sufrido tres crisis fundamentales entre la década de los setenta y ochenta. La primera de ellas la consideraba una crisis moral; para él un recurso como el petróleo se había transformado en una herramienta de corrupción y perversión, seguidamente, plantea que el “viernes negro” representó la segunda crisis, esta vez de carácter económica (crisis económica) provocada por la dependencia petrolera y los vicios gubernativos. Finalmente, y como una especie de triada apocalíptica expone la crisis social, representada en el estallido desesperado de los sectores deprimidos.  

Ante ese pandemónium, el orador manifiesta que un grupo de hombres tomaron la decisión de levantarse en armas, no con deseos ambiciones y desmedidos; sino con una convicción redentora. De esta manera, lo ocurrido en 1992 (4 de febrero y 27 noviembre) es traducido como el descenso celestial de los portadores de la salvación y no una rebelión que violentaba los designios de la Constitución de 1961. El locutor intenta explicarnos que las sublevaciones pretorianas de aquel año no representaron una acción unipersonal planificada por un grupo de oficiales del ejército que intentaron establecer un nuevo gobierno bajo el pobre rótulo; cívico-militar, contrario a ello, se nos intenta revelar que las acciones acometidas representaron un acto incontenible y consecuencia no del poco profesionalismo de los implicados y del bajo control civil democrático, sino de la corrupción y abusos de los gobernantes “puntofijistas”.

De esta manera, los rebeldes se transfiguran en salvadores y una acción no constitucional, una flagrante violación del contrato social se convierte en una legítima expresión del “pueblo” manifestado a través de dioses camuflados en verde oliva: “Señores del mundo, señores del continente, los militares rebeldes venezolanos del 92 hicimos una rebelión que fue legitimada, sin duda alguna…” (Hugo Chávez (selección de discursos). 1999 año de la refundación de la república. Caracas: Ediciones de la Presidencia de la República, 2005, p. 9)

Si un calificativo no calza con los hechos de 1992 es precisamente la legitimidad, lo ilegal no puede ser legítimo. Por otro lado, ese apoyo del cual se ufanaba quien declamaba el discurso termina siendo irrisorio, entre 1992 y 1999 el venezolano terminó demostrando que, aunque seducido por la anti política, seguía conservando fuertes principios democráticos; es decir, apoyó a los golpistas sólo cuando estos se despojaron de las armas y se plegaron al sistema democrático.

El mismo Hugo Chávez, terminaría en ese mismo discurso del 2 de febrero de 1999 minimizando aquel acto (4 de febrero de 1992), al catalogarlo de “indeseado”: “…que nunca más ocurra un 27 de febrero; que nunca más los pueblos sean expropiados de su derecho a la vida, porque si eso sigue ocurriendo nadie puede garantizar que otro día, mañana o pasado, pueda ocurrir otro acontecimiento indeseado, como los acontecimientos de 1989 y de 1992” (Ibídem, p. 9). Ante ello, sólo podemos concluir que lo indeseado no puede ser legítimo, a menos que se imponga por vía de la fuerza (precisamente lo que se ha intentado en los últimos años).

Por otro lado, y como era de esperar aquellas fechas (4 de febrero, no tanto el 27 de noviembre) se convirtieron en la vitrina del personalismo político de Hugo Chávez, vendiendo su figura como el gran estratega militar que nunca fue. Pero más allá de eso, el 4 de febrero significó la fecha inaugural del proyecto político que él intentaba encarnar. Entre su discurso se evidencia una notable necesidad de convertir al miliar en un ente multifacético, en un actor indispensable para la construcción nacional, es decir; la nueva era eclosionó con las armas y los uniformados, y solo ellos pueden sostenerla, aquellos que por esencia no son militares deben entonces formarse militarmente para lograr serle útil a la nación (he allí la milicia).

Con el ascenso de la segunda etapa del chavismo, el discurso y las acciones mantienen un tinte belicista, sin embargo; todo el esfuerzo se ha concentrado en la pulverización de la oposición, sumado al control social. Así observamos el aumento de las detenciones arbitrarias, la desaparición forzosa, el ostracismo y la tortura como mecanismo para erradicar cualquier núcleo oposicionista. Lo ocurrido hace unos días con el concejal Fernando Albán dan fe de un estado de cosas lamentables, de la ausencia de todo orden y la continuidad de una oscura etapa sin salidas democráticas.

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