No son tiempos de grandes discursos

Aunque la halles pobre, Ítaca no te ha engañado. 
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Ítacas.

Konstantino Kavafis

No sé qué tienen los atardeceres, esa hora difusa en la que el día desfallece sobre millones de alas efímeras, de colores que no retornan. A veces, cuando presto atención a los ocasos, pareciera que el tiempo se detiene.

Es una apariencia y nada más. No es verdad que el tiempo se detenga, aunque sí pasa a otra cosa. Se consustancia con el crepúsculo. Si uno mira con cuidado, esa visión nos deja perplejos. Y los crepúsculos – todos lo saben – no son ni un momento del día, ni una fase visual que usa a la atmósfera como pretexto para anunciarnos un cambio. No. Un crepúsculo sólo es un estado de ánimo. Lo sabía Guachirongo; lo sabían los Garmendia (Julio y Salvador). Lo sabía Nietzsche. Y lo sabe Rafael. Y si aquellos lo sabían y Cadenas lo sabe es porque todos viven allí de algún modo. Son habitantes del crepúsculo.

¿Por qué – a la mayoría – nos ha conmovido tanto que Cadenas – nuestro Rafael Cadenas – recibiera el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana? ¿Por qué la alegría que nos produce no parece pasajera y sí inusual? ¿Por qué su discurso llano y sin pretensiones al recibir el premio arrancó a más de uno un par o más de lágrimas? No sé. No tengo las respuestas. Sólo sé que Cadenas, hace mucho, se convirtió en Idola Tribu – y no en el peor sentido de Bacon. Cadenas es, “la voz de la tribu”, como, más bien, ha sentenciado Jaime López Sanz.

Cadenas no se desprende del mundo – del mundo cruel y desalmado a su alrededor. Lo siente. Cadenas se esconde de ese mundo detrás de las palabras. Pero no. No se esconde. Se sube a una nube al caer la tarde, tal vez con Guachirongo, y desde allí ambos se refugian y contemplan la catástrofe de aquí abajo. Entonces, medita. Escribe. Habla de la importancia del silencio. Nos previene con su discurso hondo y sin artificios. Porque los de Cadenas no son grandes discursos, pero no por ello dicen menos la verdad. Ojalá los venezolanos desentrañáramos con el auxilio de alguna luz crepuscular lo que confiesan sus palabras.

La poesía de Cadenas transita territorios escabrosos con los pies descalzos. Guía nuestras almas como “El Señor de los Caminos”. No nos empalaga ni nos quiere perder con palabras intraducibles. Habla de lo coloquial y de lo simple. El suyo no quiere ser un discurso erudito, ni tampoco grandilocuente. Es sencillo. Franco, desnudo y despejado. Es un verbo capaz de tocar con delicadeza esas zonas terribles y oscuras del alma que nos duelen y nos recuerdan que aún respiramos. Y él, pareciera vivir de acuerdo con lo que predica. Y pareciera que nos quisiera dejar ese tesoro: su vivir desgranado en poesía.

En ocasiones es difícil imaginar cómo, sin ser panfletario, se podría hacer coincidir la realidad – si ésta es espectáculo vulgar, espeluznante y atroz – con la poesía. Sin embargo, Cadenas lo hace posible. Y si lo consigue es porque vive con ardor su tiempo – que es el mismo nuestro – desde el alma trágica que lo sufre. Porque lo de Venezuela es eso. El relato de un país que sólo puede ser leído en clave trágica. No hay adjetivo que lo describa mejor; no existe un sustantivo mejor capaz de nombrar el horror que nos consume como el de Tragedia.

Los antiguos griegos, iniciados como eran en las artes escénicas, además sabían que toda tragedia, por más funesta que sea, tendría que terminar en catarsis por necesidad. Así lo decía a una buena amiga hace poco: ¡La catarsis siempre es liberadora! Claro que es mucho lo que hemos perdido en este camino de muerte, odios y destrucción, pero si Cavafis nos asistiera, si ensayáramos elevar nuestro pensamiento, tal vez al final, cíclopes, lestrigones y el fiero Poseidón no nos robarían tanto aliento en este difícil periplo hacia Ítaca.

Esta tragedia terminará un día. Eso es seguro. ¿Cuándo? Nadie lo sabe. Lo cierto es que cada uno de nosotros será otra persona llegado ese momento. Quieran Dios y todos los dioses que esa persona nueva sea alguien mejor. Esa sería nuestra recompensa: sentir y disfrutar el gusto trascendental de haber sobrevivido y habernos convertido en otra persona mejor y distinta. Nuestro país lo requiere con gran urgencia. Pero si la tragedia termina y no padecemos en su final la catarsis, entonces estaremos condenados, como lo advirtiera Nietzsche, a repetir por toda la eternidad cada una de nuestras cuitas en idéntica magnitud y proporción. Decía con gran razón otro Rafael, no Cadenas sino López Pedraza que, “si llegamos a fracasar, debemos sufrir las consecuencias en […] la vida repetitiva y estancada”. Y nadie quiere seguir sufriendo.

Puede que el sobrecogimiento que nos causa la premiación a Cadenas sea la señal de que al fin empezamos a entender lo que significan las Ítacas. ¿Quién lo sabe? Por eso mismo, por lo que llega de la voz de Cadenas hasta nosotros, convendría no dejarnos, nunca más, alucinar por los grandes discursos. ¿Lo aconsejable? Tal vez recogimiento espiritual en los crepúsculos del alma, ahí donde el tiempo es otra cosa que nos anima a contemplar el regreso a la belleza de esas palabras que por malversadas yacen olvidadas en el diccionario, y que Cadenas resucitó en su discurso diáfano y genial: “gratitud, libertad, justicia, civismo, democracia, honestidad”. Conjuro mágico para enfrentar la nefanda, reincidente y verbosa neolengua totalitaria.

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