(ARGENTINA) Lavagna, el candidato de una casualidad

Hace más de un año, a fines de 2017,  Roberto Lavagna autorizó a su histórica secretaria a que se jubilara y le entregó a su hijo Marco su oficina céntrica, a pocos metros del Obelisco. Había proyectado quedarse más tiempo en su cálida casa de Saavedra o frecuentar con más asiduidad su otra casa en Cariló. Preparaba un retiro lento pero definitivo de la vida pública. De hecho, hacía ya dos años que no aceptaba invitaciones para participar en programas de televisión o en entrevistas radiales. «Pensaba entonces que la responsabilidad debía delegarla en la generación que me sigue», recuerda ahora.

Pocos meses después, en marzo de 2018, cambió todo. El encuestador y analista político Sergio Berensztein distribuyó una medición que situaba a Lavagna como la segunda entre las figuras políticas del país con mejor imagen positiva, inmediatamente después de María Eugenia Vidal, que retenía el primer lugar.

Algunos dirigentes del peronismo y del radicalismo empezaron a presionarlo para que fuera un candidato por encima de la grieta entre Mauricio Macri y Cristina Kirchner. La primera respuesta de Lavagna fue un tajante no. Meses más tarde, ya en medio de la crisis cambiaria del segundo semestre de 2018, Berensztein mejoró en otra encuesta la posición de Lavagna. Era él la figura con mejor imagen positiva (no en intención de voto), por encima de Vidal, que sufría las consecuencias de la corrida contra el peso. «No fue culpa de ella, sino de la crisis», señala Lavagna, que siempre llama a la gobernadora por su nombre: María Eugenia. Los toques y retoques de la política presionaron aún más a Lavagna. Otra vez radicales, peronistas y socialistas golpearon a su puerta para pedirle que aceptara la oportunidad. Esta vez no dijo que no. «Sí, estoy aquí por una casualidad», sintetiza. ¿Qué es estar aquí? A la pregunta directa de si es candidato, él responderá, por primera vez, de manera asertiva: «Sí, lo soy, en las condiciones actuales». Es terminante, pero no definitivo. Las cosas pueden cambiar.

Tal vez lo único seguro en su campaña presidencial es que no competirá en las primarias obligatorias en el espacio de Sergio Massa y Juan Manuel Urtubey. No cree que una participación suya en ese sector del peronismo sea coherente con su política de consensos multipartidarios y multisectoriales. Tampoco coincide con la política de Massa de enfrentarse duramente a Macri y de acercarse sutilmente a Cristina. Massa está seguro de que Cristina no será candidata. La seguridad del exalcalde de Tigre no tiene más argumentos que su propia intuición. Pero está seguro. Lavagna, en cambio, no encuentra una sola razón para que Cristina no sea candidata. Ella está ganándole a Macri en la primera vuelta y en el ballottage, según los números de hoy, que pueden cambiar dentro de seis meses. Seis meses son demasiado tiempo, acepta.

Lavagna prefiere trabajar sobre seguro: Macri y Cristina serán candidatos presidenciales. El desafío de él es hacerse de un 30 por ciento de los votos que no son macristas ni cristinistas. No tiene aún ese caudal. Si no contara con la garantía de ese tercio, lo que le daría la posibilidad de pasar a la segunda vuelta, seguramente no será candidato en las primarias de agosto. Una elección magra en agosto espolearía el voto útil hacia Macri o hacia Cristina en la primera vuelta de octubre. Lo sabe. ¿Para qué correr el riesgo? Lavagna nunca se presentará en las primarias para sacar un 18 por ciento de los votos. Nunca irá a esas elecciones sin una sólida estructura nacional que le asegure que no le robarán los votos. «¡Otra vez no!», repite, recordando su campaña presidencial de 2007. Son sus condiciones.

Lavagna no critica excesivamente a Macri ni a Cristina. Solo lo justo. ¿Acaso no es él quien dice que la grieta significó la parálisis política, social y económica del país? Que es anticristinista lo conoce el mundo político desde sus tiempos de ministro de Economía de Néstor Kirchner. Ya entonces su relación con la entonces senadora Kirchner era tensa y complicada. El propio Lavagna habló de la corrupción en la obra pública cuando era ministro. Denunció en la propia Cámara de la Construcción la «cartelización de la obra pública». Vista en retrospectiva, esa denuncia significó la ruptura definitiva con Néstor Kirchner. Poco después se fue del gobierno. A Macri lo ve demasiado comprometido con la política de ajuste del Fondo Monetario. No cree nada en los recientes anuncios de acuerdos de precios porque, sencillamente, el equipo económico de Macri perdió la confianza de la sociedad argentina y del exterior. Nicolás Dujovne tiene el apoyo de Christine Lagarde, se le dice. Lavagna lo acepta y lo explica: «Hace todo lo que le dice el Fondo». En cuanto a la desconfianza del exterior, no hay que fijarse solo en el Fondo. «Vean también el nivel del riesgo país», aconseja.

Lavagna es un heterodoxo que nunca olvidó algunas reglas básicas de la ortodoxia económica: la necesidad del superávit fiscal, la rentabilidad empresaria, el consumo de la sociedad y la importancia de las exportaciones. Suele hablar con empresarios y dirigentes sindicales, que han sido sus interlocutores durante décadas. Tiene una mirada más proteccionista que la de Macri para la economía. Siempre fue un enemigo acérrimo, tal vez porque le tocó lidiar con el default, del endeudamiento del país. Llegó a decir que la Argentina era un alcohólico recuperado en materia de endeudamiento. «Ni una copa más de vino», recetó. Ahora se podría lograr el superávit, señala, con el crecimiento del país, no con el ajuste, aunque tampoco suscribe la teoría del derroche permanente del Estado. Quizás no lo perciba, pero esa idea es bastante parecida a la del primer Macri, el que les respondía a los ultraortodoxos que el déficit se licuaría con el crecimiento de la economía. Hasta que factores externos, calamidades internas (la devastadora sequía de 2018) y los errores propios lo llevaron a caer en brazos del Fondo para evitar un nuevo default.

Lavagna se imagina cumpliendo en el ámbito nacional el papel que hicieron recientemente Omar Gutiérrez en Neuquén y Alberto Weretilneck en Río Negro. Ganaron colocándose por encima de la grieta. «En esas provincias perdieron los dos», subraya Lavagna en obvia alusión a Macri y a Cristina. La grieta social entre antikirchneristas y antimacristas, entre peronistas y antiperonistas es su obsesión. Sea como fuere, le tocó vivir una época en la que es habitual en el mundo la confrontación binaria dentro de la lucha política. Sucede en los Estados Unidos, en México, en Gran Bretaña, en Brasil, en España, en Italia y, en alguna medida, en Francia, entre otros países.

¿Será candidato mientras lo sean Massa y Urtubey? No es una condición suya que ellos estén o no. Tampoco es su decisión, sino la de ellos. A su lado, confían en que esos dos competidores dentro del peronismo alternativo se bajen solos ante el peso de la evidencia. La evidencia de que Lavagna es mejor candidato que ellos. Pero Lavagna deberá presentarse en las primarias obligatorias por su espacio con radicales disidentes, socialistas santafesinos, algunos peronistas y los seguidores de Margarita Stolbizer. A todos ellos les acaba de entregar un boceto de programa de gobierno, que espera negociar hasta que sea un programa común. Stolbizer, a todo esto, se fue del massismo sin decir adiós, sin despedirse. Buscaba otro socio desde hacía tiempo. Lavagna espera la resolución de los gobernadores peronistas, que tampoco quieren saber nada, en su mayoría, con la polarización entre Macri y Cristina. Muchos de esos mandatarios deben callar hasta las elecciones provinciales. Espera, también, el 12 de mayo, cuando Juan Schiaretti renovará seguramente su mandato como gobernador de Córdoba. Schiaretti copió en su provincia el sistema de alianzas de Lavagna. ¿Pondrá orden Schiaretti en el peronismo? ¿Quiere cumplir el rol de celador del peronismo? Nadie lo sabe por ahora.

En última instancia, a Lavagna le importa responder una pregunta fundamental. ¿Su irrupción política sirvió o no para que la sociedad advierta el daño que la grieta y la crispación le hacen al destino del país? Le gustaría alcanzar el poder -por qué no-, pero quedaría igualmente conforme si la historia solo le diera la razón.

Crédito: La Razón

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