Historias reales de gente que añora vivir bajo la tiranía (2019), de Witold Szablowski
Los osos que bailan

Un microcuento del escritor venezolano Alberto Barrera, cuando aún no firmaba Tyszka, cuenta con tono irónico la historia de un grupo de animales que, después de alcanzar la libertad mediante sangrientas luchas, desea que gobiernen los más aptos, así que para lograrlo se postran ante el Rey león y le dicen que le toca a él decidir quiénes lo son. El periodista polaco Witold Szablowski encuentra un problema similar al de estos animales a lo largo de los países de Europa del Este que cayeron bajo el influjo soviético tras las Segunda Guerra Mundial, pero el oso al que alude en su libro, antes de postrarse, prefiere bailar.

I

La génesis del libro de Szablowski es su consternación ante el hecho de que haya gente en los países exsatélites comunistas que desprecie la vida democrática y, en cambio, sienta nostalgia del régimen totalitario, a pesar de que  padecieron la crueldad de Stalin y sus infames herederos. Para este periodista, la mejor metáfora de los nostálgicos son los osos, animales que después de sufrir violencia física durante su entrenamiento, y ser controlados por medio de bebidas alcohólicas y una pésima nutrición, se muestran incapaces de adaptarse a la vida en libertad. Tras una ley promulgada en Bulgaria en 2007, que prohibió el cautiverio y los tratos crueles contra estos animales, una organización se encarga de buscar aquellos que aún se encuentren bajo custodia a fin de llevarlos a un laboratorio en el que son reeducados para vivir en libertad, pues copular o hibernar debe aprenderse o de lo contrario el oso podría morir en su hábitat. Esta libertad, sin embargo, debe ser dispensada a cuentagotas, ya que puede producir un shock y hacer que el oso reproduzca su viejo hábito de bailar, como una forma de súplica para que un amo se encargue de la insoportable decisión que confronta. Szablowski, por eso, equipara los países postcomunistas con un macrolaboratorio en el que la población debe aprender a vivir en libertad.

El periodista entrevista a ciudadanos comunes convencidos de que la era comunista fue un buen tiempo y que por entonces alcanzaron la dicha,  mientras que en la actualidad, al contrario, la gente se la pasa frustrada, sin estudios ni trabajo. En cuanto a Stalin, hay quienes tienen dulces sueños con él, quienes le rezan para conseguir un buen trabajo, quienes lo elevan como modelo por haber sido un abstemio y un hombre galante que sabía cómo tratar a una dama, quienes defienden que haya sido un sensible poeta que debió ser reconocido con un Nobel,  quienes admiran que fuese tan apuesto y tan buen hijo-esposo- padre. Para esta gruesa parte de la población, en cambio, los crímenes fueron de la absoluta responsabilidad de Beria, y la hambruna de Ucrania, el Holodomor, no es más que una de las muchas exageraciones de los enemigos del noble ‘Padrecito de los pueblos’ y, a fin de cuentas, hay hambre en todas partes del mundo. El único error de Stalin, cuando mucho, fue haber sido demasiado bueno. Otra preocupación que asalta a Szablowski es que estos osos metafóricos no se restrinjan a Europa del Este, sino que ya se encuentren diseminados por el mundo, por eso asiste a Cuba y se entremezcla con la gente para corroborar que la vida precaria no merma la devoción que algunos pobladores sienten por Fidel Castro. Acaso como un déjà vu, una señora arguye que hay pobreza en todos lados, por lo que nos pueden venir a la mente estas líneas de El mercenario que coleccionaba obras de arte, la más reciente novela de la escritora cubana Wendy Guerra: “Ella muere con su estigma, no sabrá nunca ser de otro modo, vivir en libertad podría aniquilarla”. 

III

En el llamado pomposamente “Debate del siglo”, que sostuvieron en abril el filósofo y psicoanalista Slavoj Žižek y el psicólogo clínico Jordan Peterson sobre la felicidad según el marxismo y el capitalismo, Žižek arrojó en diagnóstico harto devastador de los exsatélites comunistas de Europa del Este: la democracia contrarresta la felicidad, debido a que carga a los individuos con el peso de la responsabilidad de sus acciones. En otros términos, la felicidad significa tener a alguien a quien echarle la culpa de cuanto sucede. Con todo, las complicaciones no se constriñen a esta transferencia de la agencia, pues, según advierte Žižek, se establece un pacto perverso cuando la población le concede al tirano el derecho de causar cualquier desmán, con la estricta condición de que garantice la mínima forma de subsistencia: comida, trabajo, y seguridad.

Las metáforas conceptuales nos pueden servir de vías de acceso para entender lo opresor que puede resultar la libertad. Un caso evidente es el de la metáfora ‘raspar’ en voz de un estudiante que reprueba un examen o una materia (‘el profesor me raspó’ o ‘me rasparon’). Aunque su carácter metafórico se ha diluido por ser una expresión de uso convencional, lo sustancial reside en que ‘raspar’ enmarca, o replantea, la sintaxis y con ello las funciones de los actores. Dicho con más simpleza, hace del profesor un ente activo, al tiempo que muestra al estudiante como pasivo. La agencia recae absolutamente sobre el profesor, mientras que el alumno es un paciente libre de cualquier responsabilidad por la calificación obtenida. Concedamos, ahora, que lo contrario es improbable, pues, hasta donde recuerde, nunca he escuchado un estudiante que afirme que aprobó por voluntad del profesor (‘el profesor me pasó’ o ‘me pasaron’). El estudiante, por contra, se atribuye la consecución del objetivo (‘pasé’ o ‘saqué la máxima nota’). Circulan otras metáforas que borran la responsabilidad del estudiante en caso de fracasar en los estudios, como ‘el profesor es yuca’, en correspondencia con la dureza del docente, y la abyecta metáfora de la violación. Podemos imaginar que si la libertad no agobiara, el estudiante impugnaría  la metáfora de la yuca y, en cambio, se autorrepresentaría como, pongamos, un flan (muy flojito), o se concebiría metafóricamente a sí mismo como afectado por su promiscuidad, en lugar de ser objeto de un delito sexual. Obtendríamos, en definitiva, la asunción plena de la responsabilidad connatural al hecho de ser libre de decidir y actuar.

Como quiera que sea, los casos anteriores colocan bajo foco los retos que encarará una sociedad que transite de la tiranía a la democracia. Ella deberá desaprender a bailar ante un amo agente de las acciones y sumo dador de significado.

IV

Dos cineastas que han atrapado el problema de la concesión de la libertad por parte de los propios oprimidos son el danés Lars von Trier y el griego Yorgos Lanthimus. El primero nos cuenta en su metraje Manderlay la historia de una joven risueña e idealista,  que se entrega a la causa de los esclavos afroamericanos. De pronto, tras un giro radical como el operado en el filme Dogville, la joven descubre que ha sido capturada en una intricada simulación, pues los esclavos realmente no quieren ser liberados. Hasta allí, todo había sido parte de una perversa representación de roles: el esclavo rebelde, el viejo bonachón, y la madre dulce, entre otros.

Probablemente, ningún director ha llevado el peso de la libertad a su máxima expresión como lo ha formulado Yorgos Lanthimus con diversas variaciones en sus últimos cuatro filmes. Aunque en La langosta hay una sociedad distópica donde los solteros deben escoger una pareja o de lo contrario son animalizados y cazados, en tanto que en El sacrificio de un siervo sagrado una suerte de ángel exterminador le impone al personaje nuclear una decisión trascendental, y en su más reciente filme, La favorita, una reina inglesa descuella más por su pasividad y dependencia de otros que por su voluntad firme, conviene fijarnos en su filme de 2009, Canino,  tanto por su dimensión política como por su focalización a través de personajes subyugados, cuya voluntad, a excepción de un caso, es completamente anulada. Nos encontramos con un patriarca que ejerce la tiranía sobre su prole mediante la práctica de la biopolítica: controla hasta lo más íntimo de sus hijos, incluso el placer sexual de sus cuerpos. El mecanismo medular para dominar a este trío de adultos es la infantilización. De allí que ellos dependan completamente del padre, pues él es el garante de placer, conocimiento, entretenimiento, y la protección de la familia de los agentes que acechan la casa donde se encuentra aislada. 

V

La añoranza por existir bajo la tutela del tirano ocupa algunas de las más remarcables páginas de la literatura venezolana. Un ejemplo prototípico lo escribió Enrique Bernardo Nuñez en su novela Cubagua (1931), donde un personaje recuerda que, aun cuando ya se había proclamado la República, y la concepción del rey como un monstruo dominaba la opinión pública, su abuela le había prendido velas a Fernando VII.  Un breve instante después, este personaje remata: “Dígase: viene su alteza real el príncipe don tal y todo el mundo se pone en movimiento con una especie de fervor. Salen los ocultos sentimientos, a pesar de la ascendencia caribe”. Entretanto, una de las invenciones literarias de la aclamada novela País portátil (1968), del escritor Adriano González León, aprovecha el estado de descomposición social para desenterrar el sentimiento que bulle bajo su piel: “…que este país no lo compone nadie, que hace falta un Gómez…”. Otro momento nítido de la nostalgia por la tiranía la detectamos en la novela de la escritora y psicoanalista Ana Teresa Torres Los últimos espectadores del acorazado Potemkin (1999), cuyo título nostálgico, en alusión al clásico filme de Sergei Eisenstein y obra cumbre de la revolución rusa, corresponde con el heterogéneo ideario de los personajes:  “había sido educada en una cierta nostalgia del Duce que la madre dejaba caer en medio del antipasto, y una bastante clara admiración por la dictadura de Pérez Jiménez que el padre remachaba en cada inauguración de obras públicas que mostraran en televisión”. Con su novela El último fantasma (2008), el escritor Eduardo Liendo expuso la nostalgia por Lenin bajo el gobierno revolucionario, como lo narra el protagonista Felisberto con una mención lateral a Hugo Chávez: “El locato Papa Upa ha organizado varios batallones de franelas rojas que tienen una remembranza fascistoide. Por todas partes se halla su retrato y consignas con un tufo a socialismo mortuorio”

VI

La metáfora del oso bailarín, sin embargo, cumplió su círculo perfecto en el Museo de Arte Moderno de Moscú en 2017, con la exhibición titulada ‘SUPERPUTIN’, en la que una escultura del presidente ruso Vladimir Putin, otro nostálgico de la era soviética, tenía el cuerpo cubierto con una armadura, mientras portaba la bandera rusa en una mano y cabalgaba sobre un oso cuya obligación, obvio es decirlo, ya no es decidir por sí mismo, sino cumplir gozosa y fielmente la voluntad del amo.

Libro: Los osos que bailan: historias reales de gente que añora vivir bajo la tiranía (2019)

Autor: Witold Szablowski

248 páginas

Editorial Capitán Swing

 

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