Derecho de tránsito

Reproducción: Cola autobusera en la remota ciudad capital. Momento, Caracas, nr. 21 del 07/12/1956.

Consabida la crisis generalizada del transporte terrestre, suele sintetizarse en los crecientes costos de traslado y el muy elevado de mantenimiento o reposición de las unidades disponibles.  En medio de la hiperinflación, jamás tendrá solución, devorados todos por la natural impotencia y desesperación.
Son muy pocos, como nunca antes vio el país petrolero, los que cuentan con un vehículo propio, duradero y confiable. Quien a duras penas lo conserva, debe repararlo constantemente hasta que el bolsillo lo obliga a la transportación pública, aún la más arriesgada e infame, como las busetas o el subterráneo que hablan muy bien de nuestras precariedades, imposibilitado el diario empleo de un taxi para lo cual debemos disponer de dinero en efectivo o exhibir peligrosamente el móvil celular a objeto de honrar electrónicamente la tarifa, por siempre incierta.
Observando una fotografía de la Caracas de 1956,  quizá todavía el enjambre de callejuelas desalcantarilladas que fue,  el autobús lucía insuficiente para albergar a todas las personas que lo necesitaban. La escena era de impaciencia, pero también de orden y respeto, contrastando con un presente de insólita y constante violencia, desde el intento mismo del abordaje, conocido el asedio implacable del hampa.
En el fondo, esto que se hace llamar siglo XXI, ha significado el desconocimiento del más elemental derecho al libre tránsito. Cada vez más radicalizado el Estado de Excepción Permanente, ni siquiera es posible movilizarse para cumplir con nuestras obligaciones laborales o, al menos, diligenciar un empleo: peor,  solemos aceptar – dejando una impronta cultural – el ausentismo como un fenómeno tan comprensible, como asimilable, dada las condiciones objetivas que lo imponen regularmente.
La situación se agrava, porque el tránsito peatonal también es peligroso, por mucha disposición que tengamos al ejercicio que dirá postergar o ahorrar la cita con el médico. Andar, a cualesquiera horas, las vías públicas, constituye una osadía inadmisible para el actual orden de cosas, por lo demás, inconcebible para la Venezuela que dejamos atrás, por muy atribulada que fuere la versión que sostengamos sobre el pasado.
Solamente pueden circular, en forma distendida y segura, los privilegiados del poder establecido, en vehículos de extraordinaria factura y diseño, junto a sus custodios, por caseríos, aldeas, pueblos y ciudades. La movilidad terrestre, como aérea, por no citar la marítima de una incansable recreación, zanja una terrible diferenciación entre una oligarquía del movimiento a discreción y una gigantesca mayoría condenada al inmovilismo.
Toda una sentencia popular, la que acostumbramos a esgrimir por encima de cualquier argumentación jurídica, juramos que la calle es libre. Sentencia trastocada en una inmensa mentira, ella – la calle – deja un fiel testimonio de la centuria que nos ha sorprendido, a la vez que la otra – sí, la Constitución –  se asoma como el pretexto de la dictadura que la traiciona, como toda aquella que la elabora para cazar a incautos.
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