¿Es cierto que Cristina cambió tanto?

Dicen que ella cambió después de casi cuatro años de vivir en el desierto y la desventura. Nunca antes la adversidad política (y personal) había sido una constante en su vida. Es realmente necesario analizar si Cristina Kirchner es otra persona, como dicen quienes la frecuentan, o si se trata solo de un relato. Cristina es la jefa política de la coalición peronista que ganó las elecciones en agosto, aunque haya sido Alberto Fernández el candidato presidencial que triunfó. Alberto es el más probable próximo presidente del país. Hasta el Gobierno habla de la necesidad de un milagro para modificar el curso electoral que marcaron las primarias. Un milagro pertenece al misterio y a la fe. Dejémoslo a un lado.

Son territorios de la religión. La política, en cambio, necesita saber cómo está y qué siente una persona que puede ser en diciembre la vicepresidenta de la Nación. Tendría un poder como nunca se vio antes en el ejercicio de ese cargo, por lo general condenado a la grisura. El recuerdo marca el presente, y el recuerdo de los últimos años de gobierno de Cristina es malo en numerosos sectores sociales.

Poco después de las elecciones de octubre de 2017, que ganó el macrismo, Alberto Fernández elaboró un teorema («Sin Cristina no podemos y con Cristina no es suficiente») cuya ejecución modificó el ecosistema político preexistente. Al revés de lo que afirma Alberto, el teorema no fue digerido fácilmente por la propia Cristina. Creyó que su exjefe de Gabinete le estaba haciendo un reproche público a ella. Alberto debió explicarle que ella no era la única destinataria de ese reproche. «También es un reproche para los otros [peronistas]», le explicó. Si miramos la lógica electoral, el teorema y su ejecución derrumbaron las columnas sobre las que se había erigido el macrismo gobernante. Esto es: la existencia de tres tercios electorales, divididos entre el no peronismo (liderado por Mauricio Macri), el kirchnerismo (cuya jefatura es de Cristina) y el peronismo disidente de Cristina (que nunca tuvo un liderazgo claro). Si esos tres tercios hubieran existido el 11 de agosto, tal vez Macri no se habría llevado la sorpresa que aún lo abate.

Nadie vive lo que vivió Cristina en estos años sin que se haya afectado su personalidad. La adversidad pudo haberla mejorado o empeorado. Ella fue durante 25 años, desde que su esposo fue intendente de Río Gallegos, en 1987, una especie de princesa o reina, según las épocas, de una monarquía electiva. Desde 2015, debió descender al espacio plebeyo y someterse a las investigaciones de la Justicia Federal por graves hechos de corrupción. Frecuentó los pasillos inhóspitos de los tribunales de Comodoro Py; los jueces y fiscales allanaron varias veces hasta los placares de su ropa íntima; su prisión fue ordenada siete veces, encarcelamientos que no se concretaron solo por su condición de senadora, y sus hijos debieron aceptar la caída en desgracia de la otrora poderosa familia política. Los hijos son también investigados por la Justicia, pero es su hija, Florencia, la que menos experiencia política tiene. La desdicha melló su psiquis y su cuerpo. Está enferma, pero la tratan en Cuba para alejarla de la posibilidad cierta de caer presa en la Argentina. Hasta los jueces aceptan que esa joven no tuvo influencia en los negocios familiares, pero fue su familia la que la expuso colocándola en cargos formalmente directivos en las empresas de los Kirchner. O depositando cerca de cinco millones de dólares en una caja de seguridad bancaria a su nombre.

Así llegó a octubre de 2017, cuando Cristina perdió la provincia de Buenos Aires por más de cuatro puntos frente a una fórmula de candidatos a senador prácticamente desconocida en ese enclave vasto, rebelde y bajo el liderazgo hasta ese momento de la expresidenta. Esteban Bullrich y Gladys González le ganaron solo con las imágenes de Macri y de María Eugenia Vidal. El efecto que esa derrota tuvo en Cristina fue política y personalmente devastador, aseguran los que la vieron digerir el fracaso. No había sido candidata a senadora por Santa Cruz porque temía salir elegida senadora por la minoría. El destino le preparó una emboscada: es senadora bonaerense por la minoría. ¿Los pobres del conurbano se habían olvidado de ella? ¿Había comenzado una declinación política irreversible? En diciembre de ese mismo año, aceptó un consejo de Juan Cabandié y lo mandó a tender un puente con Alberto Fernández, que ya había explicado su teorema.

Cristina autorizó, solo como una prueba más, la estrategia que le propuso Alberto, que consistía en la fórmula simple de la unión de todo el peronismo. Ella tenía entonces solo tres gobernadores a su lado (Alicia Kirchner, Gildo Insfrán y Alberto Rodríguez Saá). La reconciliación que más le costó fue la que tuvo que pactar con Sergio Massa. Massa había ayudado a que perdiera las últimas tres elecciones (2013, 2015 y 2017). La que más le dolía era la de 2017, porque fue la primera vez que ella perdió personalmente una elección. Alberto empezó a tejer alianzas desde con Massa hasta con el resto de los gobernadores. Sumó 14 gobernadores provinciales que antes no querían saber nada con Cristina. Algunos hasta la habían dado por políticamente muerta en declaraciones públicas. Ella aceptó a todos los conversos.

Esos gobernadores, y no pocos intendentes, son ahora la principal columna albertista. Ellos se negaron a aceptar los candidatos a diputado nacional de La Cámpora que Cristina trató de imponerles. Si el 27 de octubre se repitieran las elecciones de agosto, La Cámpora tendrá la mitad de los diputados que tiene ahora. Y los gobernadores tendrán el doble. Pero unir al peronismo significa un equilibrio permanente e inestable entre la derecha y la izquierda, entre el realismo y la utopía, entre el desafío del futuro y la nostalgia del pasado, entre el populismo autoritario y el Estado de Derecho. Cristina aprovecha las presentaciones de su libro para enviar mensajes cifrados. Viviremos tiempos difíciles con la economía, dice, aceptando que las condiciones de ahora no son las que tuvo ella. Se escuda en una supuesta frase de Julio Blanck, un periodista querido, prematuramente muerto, para adelantar que no será la misma que fue frente al periodismo. Blanck habría dicho que «hicimos un periodismo de guerra» (Julio ya no puede explicar el contexto en el que lo dijo), y ella agrega que la «reacción nuestra no fue correcta». Va dejando huellas que nadie sabe si conducen a alguna parte. ¿Se retira? «Nunca. Es un animal político. Pero no quiere volver a administrar el día a día», aseguran quienes la conocen.

¿Dejaría que otros gobernaran libremente? A pesar de que Alberto habla de soluciones ortodoxas y heterodoxas para la economía, los que lo escucharon durante años saben que está más cerca de la ortodoxia que de la heterodoxia. Un economista con el que tiene una vieja relación personal es Carlos Melconian. No se sabe qué será Melconian en un eventual futuro gobierno de Alberto (ni Alberto lo sabe todavía), pero es obvio que le gusta hablar con los ortodoxos. Melconian es un realista incurable y sus datos son rigurosos. Cuando alguien le dice que coincide en parte con él y que disiente en otra parte, Melconian le contesta como Melconian: «Coincidimos en que uno más uno son dos. ¿Disentimos en que dos más dos son cuatro?». Melconian, un liberal sin disimulos, cuestiona desde el primer día el acuerdo con el Fondo Monetario. «Es pechuguita con puré de calabaza», dice sobre ese programa. Alberto lo consulta a Melconian, pero lo consultó siempre. La novedad es que se conoce solo ahora que son viejos amigos.

Es obvio que Cristina designó a dos herederos: el propio Alberto y Axel Kicillof, el probable próximo gobernador de Buenos Aires. Si bien no hay coincidencias totales entre ellos, uno podría ser presidente y el otro, un gobernador importante, pero gobernador al fin. Cristina le pidió a Kicillof que no haga referencias a la política económica nacional, actual o futura. El cambio en Cristina existe, pero el enigma sigue intacto. Nadie sabe si el cambio significa que dejará gobernar a los que eventualmente sean elegidos para gobernar o si solo urde, con distintas máscaras, una venganza implacable contra los autores de su infortunio.

Crédito: La Nación

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