Maradona, un espejo del peronismo

Desde hace varios días, los hinchas de Gimnasia y Esgrima de La Plata viven en un peculiar estado de éxtasis que les viene muy bien, al menos como puntapié inicial para que ese club levante el ánimo ahora que cuenta con un poderoso talismán al que se aferra con fe para superar el feo trauma de ser el último de la tabla. Por ahí funciona.

Artífice del cambio trascendental es Diego Armando Maradona, el ídolo de todos los tiempos, flamante director técnico de ese equipo, más como gran motivador, en tanto que Sebastián Méndez, su mano derecha, es el verdadero brazo ejecutor que en el día a día intentará revertir la mala suerte del club platense. Diego aporta magia, no sistema.

Peronismo y Maradona son dispositivos emocionales que funcionan por momentos de manera muy similar, con un blindaje negador y singular que aplican sus multitudes de seguidores: ponen a un lado las múltiples miserias de cada uno y responden con arrobada e incondicional lealtad como si ambos siguieran petrificados en sus momentos culminantes y más gloriosos. Como si esos retratos idílicos se mantuvieran intactos e impecables al día de hoy. Maradona, el genio visceral, un relato melodramático en sí mismo de alto voltaje, encarna una metáfora perfecta del justicialismo. Y viceversa.

Podrá Maradona estar con sobrepeso y caminar, pensar y hablar con dificultad, pero la euforia por su regreso a casa invisibiliza esos «detalles» y lo transfigura en «Diegol» (feliz síntesis del relator deportivo Víctor Hugo Morales), en ese preciso instante en que atraviesa la cancha de punta a punta hasta que la pelota se despega de su pie y se clava en la red del equipo inglés durante el mundial que terminaría ganando la Argentina en México, allá por 1986.

Como en La invención de Morel, la novela de Adolfo Bioy Casares que da cuenta de la misteriosa isla en la que se suceden una y otra vez los mismos episodios, hemos decidido blindar al mejor Maradona en ese flash de gloria absoluta y así lo llevaremos prendido en nuestros corazones para siempre, por mucho que siga deformándose por dentro y por fuera. Ninguna evidencia en contrario nos impedirá seguir viéndolo como aquel superhéroe que nos hace levitar por encima de nuestros respectivos fangos cada vez que lo evocamos. Hinchada e ídolo se cobijan mutuamente y tratan de estirar la ensoñación exaltada por esa ilusión el mayor tiempo posible.

Quien quiera hacer notar ahora las evidentes limitaciones físicas, y tal vez psicológicas, de Maradona será fuertemente repudiado. Ninguno de sus costados sombríos afectará en lo más mínimo el blindaje que una porción importante de la sociedad y del periodismo ha resuelto darle de por vida.

En medio del naufragio -se llame Gimnasia, se llame la Argentina-, Maradona y, también, el peronismo son esos maderos providenciales a los que muchos se aferran en busca del último resquicio de magia que pueda salvarlos de tantas anunciadas hecatombes.

Con el peronismo pasa algo parecido. Se han cristalizado en la memoria popular las estampas coloreadas de Perón, como padre protector, y de Evita, como hada madrina, que dignificaban el trabajo y sumaban conquistas sociales, un tiempo idealizado que no logran manchar los excesos autoritarios, las violencias armadas de su ultraizquierda y ultraderecha, los repetidos episodios de corrupción, la fábrica de pobres en que el PJ convirtió al conurbano y a algunas provincias, y la resignación a otorgar planes limosna en lugar de restañar en serio las bases de aquel paradigma del peronismo original que fundaba su piedra filosofal en el trabajo genuino para todos. Cuando este año el justicialismo logró unificarse en una propuesta electoral, el votante muy golpeado en su bolsillo prefirió creer que aquel paradigma de antaño sigue vigente por más que haya claudicado ya hace varias décadas y se inclina, sin dudar, hacia allí, a falta de alternativas más potables.

Mitos, leyendas, religiosidad, improntas mágicas, o como se las quiera llamar, pueden ser inspiradoras por un breve tiempo para arrancar con pie firme una nueva y difícil misión. Como la que tiene por delante Diego Maradona, desde hoy mismo, a las 11 de la mañana, cuando Gimnasia enfrente a Racing (y a continuación vendrán Talleres y River, otros desafíos complicados). ¿Alcanzará la leyenda por sí sola para que cambie la suerte de sus jugadores? ¿Es factible que esa alquimia afortunada pueda sostenerse en el tiempo si no se le suma pronto un programa coherente y sistemático?

Idénticas preguntas valen para el peronismo, que en su nuevo capítulo «albertista» parece aferrarse al mismo talismán que eligió el gobierno actual: denostar a quien pretende reemplazar, casi como discurso exclusivo. Más allá de generalidades y de reiterar que gestionará como lo hizo en 2003 con Néstor Kirchner, como si fueran a repetirse las mismas condiciones de entonces, muy poco se sabe del programa concreto que pondría en marcha para superar las graves inconsistencias económicas que heredará, de ser efectivamente elegido.

«En la cancha se verán los pingos», dice un remanido dicho. Vale tanto para Maradona como para Alberto Fernández.

psirven@lanacion.com.ar

Crédito: La Nación

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