Un tesoro llamado Caracas

Cuando uno extraña un lugar, lo que realmente extraña es la época que corresponde a ese lugar; no se extrañan los sitios, sino los tiempos.

Jorge Luis Borges

¿Qué es un tesoro? No. No es una pregunta retórica. El DRAE dice muchas cosas al respecto, pero ahora me viene bien la tercera acepción: “persona o cosa, o conjunto o suma de cosas, de mucho precio o muy dignas de estimación”. Los diccionarios son objetos buenos porque funcionan como brújulas para orientarnos en la vida, que a veces imita al arte y quiere ser literatura. 

En cambio la crónica no se conforma con la definición del diccionario. Qué va. Es una respuesta que da para mucho – que me corrija María Josefina Barajas si no. Pero tampoco tengo espacio para tanto. Para simplificar, diré que la tomo como un relato para congelar o detener al mundo en un punto determinado y poder recobrarlo como más me gusta. Una crónica es como un trozo de historia dispersa en imágenes fotográficas. Y las líneas de hoy intentarán ser fotos de Caracas. Pedacitos minúsculos de cómo la llevo prendida.

Caracas es El Ávila. Nadie lo duda. Pero Caracas también es su gente. Por eso quiero hablar de algunos caraqueños. ¿De hacedores de Caracas? Sí. Como el entrañable Inventor de Mariposas, aunque no hablaré de Aquiles esta vez. Quisiera referirme, más bien, a caraqueños de otros tiempos. Y también a caraqueños de hogaño. De algunas cosas que les pasaron y de algunas cosas que todavía pasan y se dejan pasear por Caracas.

Por ejemplo, María Rivas, que murió hace poco. ¡Tan joven! Una pena, en verdad. No murió en Caracas, pero su música es caraqueña sin duda y colmó un ciclo que parecía no querer apagarse nunca. Quizás nunca lo haga. Quién sabe. María Rivas nos dejó su voz única, su música y las interpretaciones de otro inolvidable caraqueño nacido en Valencia, Aldemaro Romero, con quien estará cantándole a Caracas desde otros barrios celestiales.

Yordano es otro caraqueño que nació en Italia, y nadie puede negar que su música es un distintivo de la ciudad. Es Caracas. Cuando hace algunos años hizo pública su dolencia fue triste, porque representó algo así como la amenaza contra una etapa singular de la historia urbana, de un lugar que de vez en cuando duele mucho, y que en definitiva no se quiere ver morir jamás. Suerte para él y para Caracas porque sobreviven. 

Mis reminiscencias de la infancia, la adolescencia y la adultez temprana son las de una Caracas rutilante, colmada de buena música. ¿Alguien recuerda la Caracas de Ilan, Témpano, Yordano, Frank y Nené Quintero, la de Luz Marina, María Rivas, Guillermo Carrasco, Medioevo, Biela Da Costa, la de la Onda Nueva? Sí, es la Caracas de varias generaciones. Y claro que también corresponde con la ciudad de otro tipo de expresiones culturales, como las que simbolizaron Gilberto Correa y otra recién extinta, Carmen Victoria Pérez. 

Cuando “La Flaca” murió también me puse triste. Y no entendí la causa puesto que nunca he sido aficionada al tipo de espectáculos que ella animaba, y mucho menos me precio de ser entendida en temas de farándula. Sin embargo, su fallecimiento me afectó. Evoqué un período – casi remoto – en el que era habitual encontrármela en un supermercado frecuentado por mí. Siempre enseñaba una sonrisa generosa detrás de sus lentes de sol; se esmeraba con algún candor en parecer joven cuando echaba mano de cierta jerigonza que fue juvenil varias décadas atrás; hablaba muy alto – imposible de ignorar; desfilaba como en el Miss Venezuela, y afectaba una amabilidad excesiva y empalagosa que me irritaba un poco, debo confesar. Pero me apenó su deceso. Mi marido – un idola tribu, en el buen sentido – opina que su muerte señala el fin de una época. Y es verdad. Las muertes – de Carmen Victoria y de María – marcan la fractura de una época anterior que se esfumó. Un hito que separa la ciudad del recuerdo – la que no volverá a ser – de la actual. ¿ Borges dice la verdad? No lo sé.

Al mencionar esto viene a mi mente una imagen de cuando era niña y en casa veíamos Clásicos Dominicales. Un programa encantador como no existen ya, conducido por una jovencísima Isabel Palacios. Mi padre, para disgusto de mi madre, juraba que ella, “La Palacios”, era su novia – pero mi padre no era el único de ese parecer. Debo decir que La Palacios es una diva caraqueña de todos los tiempos, que aún hoy arranca suspiros y encona envidias. Su personalidad es de esas que no admiten medias tintas: o se le admira o se le aborrece. No pude imaginar en mi niñez que conocería a la fantaseada rival de mi madre, y que además formaría parte de su Camerata Barroca. 

En esos días camerateros, en la casa de Los Rosales donde funcionaba La Camerata, conocí a Pancho. Siempre recuerdo la vez en que se sentó al piano junto a Isabel, tomó el insecticida y amagó colocarle laca en el cabello. Pasamos varios minutos reponiéndonos de la risa. Isabel incluida, por supuesto. Era un trabajo exigente y profesional, pero nos divertíamos. Y aunque no lo parezca, La Camerata de Caracas es algo muy caraqueño. No sólo por el nombre. Sea la Renacentista o sea la Barroca, La Camerata es Caracas.

En algún punto dejé de cantar y me dediqué a otras cosas. Y cuando estaba en esas, el destino volvió a cruzarme con Pancho por cuestiones profesionales. En aquella ocasión me refirió a mí y a otros colegas la siguiente anécdota (y que me perdone Pancho si fallo en la reconstrucción y no soy fiel a los acontecimientos). 

Relataba que un día, caminando por el bulevar de Sabana Grande, en una redada policial fue confundido con algún maleante. Lo detuvieron y encerraron en uno de esos camiones policiales. En el interior del vehículo atestado de delincuentes de verdad, el pobre Pancho temió por su integridad porque los “compañeros de celda” empezaron a gastarle bromas sobre cosas horribles. Todos lo zaherían menos uno que lo miraba largo. Ese tal vez era el jefe de los matones, debió pensar Pancho. Después de un rato, “el malandro reflexivo” tomó la palabra y advirtió a los otros: “¡dejen quieto a ese bicho que es palero!”

De inmediato los reclusos abandonaron las chanzas intimidatorias y enmudecieron del susto. Era la oportunidad de Pancho, actor, quien encarnó al criminal personaje para librarse de los matones y mantenerse a salvo, hasta que la policía se dio cuenta del equívoco y lo dejó ir. Desde luego, el terrorífico relato de Pancho y cómo salió del aprieto, nos causó mucha risa otra vez. No sé si supe en esa oportunidad que eran los signos de la decadencia no sólo de mi ciudad. 

Sin embargo, Caracas resiste e insiste en su esplendor. No importan las agresiones de las que es presa, Caracas se mantiene altiva y adorable. Y esa hermosa Caracas ¡divina!, que resiste, no es mera abstracción o simple derroche de la naturaleza. Es más bien como La Palacios, Yordano, Ilan, o la Onda Nueva, que son institución musical y alegoría de una ciudad que persiste en el encantamiento que le es connatural pese al tiempo y las adversidades. Porque Caracas no es sólo naturaleza, ni bestialidad criminal desbordada, Caracas también es humanidad.

Y a propósito de esa humanidad que es la divina Caracas, invocaré una entrevista a Daniel Barenboim, en la que se refirió a un concierto ofrecido a los refugiados judíos del conflicto en Gaza. Puede que alguien se detenga y refute: ¿quién puede pensar, en medio de un conflicto bélico, en algo tan baladí como un concierto de música – mal llamada – culta? Le advertiré a quien se haga esta pregunta, que no se despeche de antemano. Al final del concierto, una de las mujeres del campo de refugiados se le acercó a Barenboim para agradecerle el regalo de la música, porque en el refugio no les hacía falta ni comida, ni bebida, ni ropa, pero al mundo se le olvidaba que ellos eran seres humanos y que aquellas cosas también les eran caras, vitales.

Lo que denunciaba esa mujer es La Verdad – “no sólo de pan vive el hombre”. Y eso es por lo que Caracas no deja de ser. Caracas no se deja arruinar. Concedo que se debate de seguido y de puntillas sobre el delgadísimo hilo que la separa del horror y la muerte y de la vida y lo bello. Sí. Pero mientras exista gente que celebre Lo Bello, Lo Bueno – Hipias dixit – y nos mueva el alma haciendo teatro, como Maigualida Gamero; ofreciendo el mejor cine, como Leyda García en su Trasnochado Paseo – oasis para cinéfilos que recientemente arribó a la mayoría de edad; o a través de las maravillosas Ediciones Cómplices de Lesbia Quintero; o con disertaciones filosóficas fascinantes como las de Ricardo Da Silva en Kalathos; o como tantos y tantos otros que no se rinden (¡no se rindan nunca, por favor), Caracas seguirá siendo. Seguirá iluminando. 

Para terminar – si los límites de este Guayoyo me lo permiten – sólo añadiré esto. Hace pocos días Daniel Briceño – otro artífice de maravillas en cerámica – me decía que quienes viven en Venezuela llevan una cruz, y está de parte de cada uno llevarla llorando o bailando. Gracias a todos los que, cargando la propia, ayudan a los demás a llevar su cruz bailando, son ustedes quienes hacen de mi ciudad la más humana y vital. Si Borges tiene la razón o no, cada uno respóndase. Lo cierto es que Caracas, la del recuerdo y la de hoy, es un tesoro inmenso, y lo es gracias a sus hacedores de mariposas.

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