La dramática encrucijada de Alberto Fernández

«Ya no basta con contar la verdad, también hay que destruir las mentiras», postuló hace unos días Javier Cercas al recibir el prestigioso Premio Francisco Cerecedo, que le entregó el rey Felipe VI en nombre de la Asociación de Periodistas Europeos. Cercas merecería ese galardón aunque solo hubiera escrito Anatomía de un instante, aquella formidable crónica acerca de la Transición española y el intento golpista de Tejero. Pero también se lo otorgan por otras magníficas «novelas sin ficción» y por su lúcida columna de polémicas, que aparece desde hace veinte años en El País de Madrid. Feliz y halagado, pero queriendo ser justo, Cercas aclaró desde el atril que no se consideraba un periodista (respeta demasiado esa profesión), sino un «escritor de periódicos», linaje literario en el que, dicho sea de paso, se ubican algunos de los prosistas más ilustres de su país: Larra, Azorín, Pla y Ortega. Todos ellos fueron intelectuales y articulistas de ideas, es decir: observadores de conductas, argumentadores ensayísticos y agitadores del pensamiento. Más parientes de Montaigne que de Ben Bradlee o Woodward, estas plumas no trabajan con el dato puro y duro, sino con el punto de vista y con las sensibilidades y los significados de los gestos políticos y sociales. Para Cercas, el periodismo actual en todas sus dimensiones está obligado a dar un paso más allá, a sumarle una tarea al oficio de siempre: no solo se deben narrar los hechos fidedignos, sino desenmascarar los relatos ficcionales de la política, puesto que el camelo ha existido en todas las épocas, pero jamás tuvo tanta capacidad de difusión. Votante habitual de la centroizquierda, Cercas no le adjudica esa fulminante facilidad solo a la revolución tecnológica, sino también al auge de lo que denomina el nacionalpopulismo, en el que reconoce rasgos posmodernos del antiguo fascismo, como también demuestra el historiador Federico Finchelstein, a quien Javier leyó con sumo interés. El nacionalpopulismo es una máquina de dividir, de demonizar y de generar invenciones y contabilidades creativas, y el periodista es siempre su enemigo fácil y deseado. Conocemos bien el fenómeno y sabemos que, más allá de las buenas intenciones del nuevo presidente electo, el cristinismo se siente tentado a una nueva cacería. Basta releer el fantástico alegato de su jefa, para quien la prensa fue una pieza maestra en el supuesto armado de su presunta «persecución política». Como el gobierno entrante deberá dar malas noticias -ejercicio para el que no está preparado-, hay una propuesta implícita: si acompañan el nuevo guion, esa afrenta será olvidada; si lo contradicen, no dormirán tranquilos.

El problema de la intensa polarización se recorta sobre este asunto candente. Y flotan en el aire algunas ideas simplistas. La primera es que la vida se divide entre quienes cavan la grieta y quienes, fuera del oficialismo, abnegadamente la cierran ofreciendo su corazón. En este último grupo hay figuras de buena voluntad que se presentan como pacifistas de salón en tiempos de feroz batalla dialéctica: ¿quién podría estar en desacuerdo con ellos y también con que se acabe el hambre en el mundo? Si quienes crearon deliberadamente la grieta desde el Estado no establecen ahora una política concreta e institucional que la desmonte, será imposible diluir las lacerantes discordias, y quienes se muestren contemplativos ante la prepotencia y la voracidad hegemónica de esta facción, con la excusa de no ahondar diferencias ruidosas y acercar a las partes, me temo que serán, en el mejor de los casos, cantamañanas o simples personas sumisas.

Otra falsa creencia se reduce a pensar que rosca mata grieta. Esta premisa es sostenida, principalmente, por peronistas básicos de una y otra vereda: tomando café nos ponemos de acuerdo en todo porque juntos nadamos en la misma sopa. Es cierto que en ese segmento todos lucen el mismo physique du rôle y que uno podría imaginarse a cualquiera indistintamente en el gabinete de Macri o de Fernández. De hecho, es en ese jardín traicionero donde se notan menos principios y más pragmatismo, y donde, por lo tanto, se registran más frases escandalosamente cambiantes: las críticas del pasado pueden transformarse en elogios del presente y viceversa; el «garrochismo» es un modus vivendi y la palabra pública no vale nada. Con una curiosidad: los «compañeros» admiran, desde el temor y aun desde el anatema, la vigencia de la Pasionaria del Calafate. Pero ella posee la cualidad contraria: tiene una idea nunca superada por sus objetores internos, y ha creado con ella una identidad, que vale oro. En las sociedades modernas la identidad es a veces superior a una ideología o incluso a una religión. Cambiemos, pese a sus errores, ha logrado algo parecido: representar la otra identidad posible. Cristina y Mauricio son respetados y aborrecidos a partes iguales, y todos quieren jubilarlos pronto. La grieta probablemente no existiría si el kirchnerismo no se pensara como el antisistema, y si aceptara por fin convertirse en un simple pero virtuoso partido de alternancias. Pero ya se sabe: eso es peronismo utópico, mera literatura.

Sergio Massa tenía una metodología secreta para congeniar con Stolbizer. El juego se llamaba «pasa/no pasa». Le proponía a Margarita nombres de dirigentes para meter en su coalición y ella los admitía o los rechazaba. Ese es el mismo juego que Macri usaba con Carrió y que Alberto utiliza con Cristina. Es un mecanismo interesante para medir las tensiones futuras, en una sociedad que necesita abrirle un crédito a la nueva administración (cruzamos los dedos para que le vaya bien) y que a la vez no puede, bajo esa coartada, permitir abusos y zafarranchos. Aquí vamos: ataques al periodismo, ¿pasa o no pasa? Copamiento militante de los organismos de control, ¿pasa o no pasa? Colonización de la Justicia, ¿pasa o no pasa? Liberación masiva de «los presos políticos», ¿pasa o no pasa? Impunidad para la arquitecta egipcia, ¿pasa o no pasa?

El tema más complicado que enfrentará nuestra nación no será la reprogramación de la deuda externa, sino precisamente el cumplimiento de un mandato: las causas avanzadas de la doctora deben derrumbarse una a una; sus millones de folios y sus fallos; sus pruebas, peritajes, testimonios, documentos y arrepentidos deben volverse cenizas. La operación debe ser rápida y efectiva, y, al final, la protagonista debe emerger completamente limpia de culpa y cargo. Absuelta para la Justicia y para la historia. Con el aditamento de que su estado mayor también debe zafar, puesto que abandonado a su suerte sería muy peligroso. Macri nunca quiso que ella fuera encarcelada, y su mesa judicial criticaba incluso las prisiones preventivas. Pero las masas movilizadas se lo exigían en las calles: «Que vaya presa, que vaya presa». Nos dirigimos, por lo tanto, hacia un choque de trenes de alta velocidad. Uno lleva los deseos indiscutibles de la reina y de sus múltiples súbditos, y el otro, que viene en sentido contrario y por la misma vía, trae la demanda social irreductible de castigo a los corruptos: allí vienen diez millones de personas. Se trata de una de las peores encrucijadas de la democracia, y le toca a Alberto Fernández evitar esa colisión, si quiere ser un estadista, cerrar -como dice- la grieta y conducir una alianza realmente democrática. Y no una nueva versión de aquel nacionalpopulismo que practicaba el tóxico gobierno de Cristina Kirchner y que lo obligó un día a pegar el portazo y mandarse a mudar.

Crédito: La Nación

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