Una experiencia del tedio

La lectura sistemática, disciplinada y recurrente, goza de muy mala fama. Incluso, quienes se atrevan a cultivarla, revelándose como lectores,  prontamente resultan estigmatizados.

De acuerdo al medio social inmediato, por un lado, está el celebérrimo nerd, considerado paradójicamente como un retrasado mental que ha perdido la ocasión de integrarse al universo existencial de la diversión, por cierto, rápida y visualmente identificable; y, en el otro, hallamos en la vida adulta al come-libros, cuyas opiniones lucen infalibles por aquello del tuerto en el país de los ciegos.. De un modo u  otro, por ilustrada que fuere la clase media, la que ha tenido oportunidad de acceder a los estudios superiores que ya no puede garantizar a la prole, sobre todo bajo esta dictadura, los estereotipos se mantienen en pie.

Leer, además, adecuadamente, nos lleva a una radical experiencia del tedio, apartando cualesquiera otras consideraciones sobre el acceso al libro imposible en la Venezuela actual.  Nada más fastidioso que afrontar un mediano o grueso amasijo de letras, sin fotografía o ilustración alguna, si fuere el caso, desentendido como un legítimo acto de recreación, aunque persista un latente sentimiento de culpa por la falta de atrevimiento.

El inaudito desprestigio de la lectura, anida en las propias aulas escolares aun suponiéndola una herramienta natural, eficaz e indelegable, para el aprendizaje y la propia vivencia de una etapa decisiva, vital e irrepetible. Por distintas circunstancias, a veces, injustificadas, el maestro o profesor tampoco desarrolla esa insustituible herramienta personal y, al trastocar los esquemas en una rutina de supervivencia, enseña a leer y muy mal, con las excepciones que honran.

Quizá tardíamente, las redes digitales obligan a leer, aunque la mejor cotización reside en las imágenes y videos intervenidos o editados, preferiblemente, por frases harto simplificadas y convencionales. La forzada y apresurada atención a los sub-títulos del cine también ausente, acotemos, contribuye a la dislocación telegráfica de una mensajería digital  aquejada o infestada de  errores ortográficos, por decir lo menos, cuya corrección abona más a la regular lectura que a la memorización de las reglas correspondientes.

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