El problema de la economía es Cristina Kirchner

¿Es culpable Miguel Pesce, presidente del Banco Central, de la debacle cambiaria? ¿O la culpa la tiene Martín Guzmán , que conduce solo una parte de la economía? Aunque el equipo económico está políticamente agotado, sería injusto atribuirles a ellos responsabilidades que son de otros. Como la economía tiene un problema político, que es la desconfianza empresaria y social, entre los líderes políticos está el responsable de que la Argentina explore ahora el umbral mismo del colapso. El conflicto fundamental puede resumirse en un párrafo: Cristina Kirchner no puede ser la jefa política de un país con la economía en crisis. El problema de fondo es ella, sobre todo la Cristina Kirchner que escribe tuits incendiarios con respecto a la seguridad jurídica y que también comete actos en ese sentido. O que bendice a seguidores que proclaman una revolución que la mayoría de los argentinos no votó. Así como la economía no puede funcionar con una brecha cambiaria del 100 por ciento, tampoco se puede esperar una solución económica de un presidente que decidió reconocer a Cristina como la jefa política del núcleo gobernante. La opción no es entre la economía o la salud, sino entre la solución económica o el poder político de Cristina.

La Argentina camina hacia una caída anual del PBI del 12 por ciento. Un abismo que no sucedió ni siquiera en un año de la gran crisis de principios de siglo. 2021 la aguarda con cifras de pobreza superiores al 50 por ciento y con un desempleo de, por lo menos, el 17 por ciento. La emisión descontrolada de dinero para financiar el déficit fiscal podría terminar el año próximo en una inflación de entre el 56 y el 75 por ciento anual, según el éxito o la derrota de algunas decisiones oficiales. En el mejor de los casos, la suba de precios será un tormento cotidiano de los argentinos. Los bonos argentinos, que no tendrán vencimientos hasta dentro de tres años, son valuados por el mercado como procedentes de un país en default. Inexplicable desde la economía y las finanzas. La política tiene la explicación.

 

La desconfianza que provoca el liderazgo de Cristina Kirchner dejó sembradas algunas pruebas. En octubre de 2011, cuando la expresidenta ganó las elecciones presidenciales con el 54 por ciento de los votos, se fugaron del sistema financiero 3000 millones de dólares. Inmediatamente después de los comicios, Cristina decidió aplicar el primer cepo a la compra de dólares. Cuando ella se fue de la presidencia, en diciembre de 2015, el nuevo gobierno de Mauricio Macri encontró en el Banco Central reservas negativas por más de 3000 millones de dólares. Se habían gastado dólares que no eran del Estado; eran privados. La administración de Cristina había usado los encajes de depósitos privados a cuenta de ventas de oro que nunca se hicieron. La inopia se repite: ahora también las reservas netas son inexistentes. El viernes anterior a las elecciones primarias de agosto del año pasado, el dólar costaba 40 pesos. El lunes posterior a esas elecciones, cuando se impuso la opción comandada por la actual vicepresidenta, el dólar saltó a 60 pesos. Ya durante el último año y medio de Macri se había producido una importante devaluación. El dólar trepó de 20 pesos a 40.

Ahora, diez meses después de la asunción del nuevo gobierno, el dólar se devaluó más del 300 por ciento. El Gobierno parece no darse cuenta, pero él mismo contribuye a abrir la enorme brecha entre el dólar oficial y el paralelo. El precio del dólar para la restringidísima compra de dólares para el turismo (que casi no existe por las condiciones de la pandemia) y para algunas importaciones tiene impuestos del 75 por ciento. Es el Gobierno el que crea una brecha cercana al 80 por ciento entre el valor oficial de la moneda norteamericana y su valor real. El restante 20 por ciento para alcanzar el precio del dólar paralelo lo crea fundamentalmente la certeza social de que todavía falta lo peor.

A veces, los conejos salen muertos de la galera. El Gobierno se ilusionó con un breve paraíso después del acuerdo con los bonistas para zafar del default. Le duró muy poco. Después apostó a que los factores económicos reconocerían las bondades del presupuesto. Le duró menos. Se convenció por último de que había descubierto la ley de la gravedad cuando bajó unos pocos puntos las retenciones de la soja y del aceite de soja. Nada. Las liquidaciones de dólares fueron casi inexistentes. Los productores esperan que alguien achique la brecha del dólar y que, además, se estabilicen los precios internacionales de las materias primas, que están subiendo.

La próxima estación es el acuerdo con el Fondo Monetario, que seguramente sucederá, aunque con un programa nuevo. El que existía ya está perimido. Los Estados Unidos tienen el poder en el Fondo de ayudar y también un disimulado derecho a veto. Washington domina el 16,5 por ciento de los votos del directorio del organismo, que debe aprobar todos los acuerdos. Es el país con el mayor porcentaje de votos en el Fondo. El requisito para la aprobación es que esta cuente con el voto positivo del 51 por ciento del directorio. Es muy improbable alcanzar ese 51 por ciento sin el 16,5 de los Estados Unidos. Esa dramática limitación explica la leve curva de Alberto Fernández para apoyar el devastador informe de las Naciones Unidas sobre los derechos humanos en Venezuela. Nada explica ni justifica, en cambio, la revolución interna de los bolivarianos argentinos para defender a una dictadura cruel y corrupta. Cristina está detrás de esos dirigentes que se levantaron contra el Presidente. Ella les da vida. Si no fuera así, ninguna crónica los hubiera tenido en cuenta. Los que protestaron contra la posición argentina en las Naciones Unidas carecen de representación social o popular conocida. ¿Está Cristina dispuesta a arruinarle también al Presidente la fiesta con el Fondo Monetario? Si ese fuera el caso, ¿qué quiere la vicepresidenta? Nadie le discute su cargo ni las funciones constitucionales que debe cumplir. Pero nada de eso tiene que ver con el gobierno ni con la economía.

Las pospandemia necesitará como requisito excluyente la inversión de los empresarios nacionales y extranjeros. Hace pocos días, desde el Chaco, el Presidente anunció que están «buscando empresarios que confíen, inviertan, produzcan, ganen y den trabajo». Buscan mal. Los empresarios aparecerán sin que los busquen cuando la política argentina haya creado las condiciones para la inversión. ¿Sabe esto Cristina? Alberto Fernández debería buscar esa respuesta.

Es cierto que la pandemia es un infierno para todos los países. Una cosa es, sin embargo, haber entrado a ella con los motores encendidos de la economía y otra cosa es haber recibido la peste con la economía apagada. Esto es lo que le sucedió a la Argentina, que viene del estancamiento o la recesión desde fines de 2011. La administración de la pandemia tampoco funcionó aquí. Han pasado siete meses de cuarentena. La economía fue obligada a la parálisis. Las pymes, los comercios y muchas industrias mueren o agonizan. El país registra a diario, a pesar de tanto confinamiento, entre 14.000 y 16.000 contagios y entre 400 y 600 muertos. La Argentina tiene más contagiados que Francia, casi el doble que Gran Bretaña y tres veces más que Italia, que fueron los primeros países occidentales en conocer el flagelo. El gobierno argentino nunca buscó el compromiso de la sociedad para enfrentar la crisis sanitaria. El Estado se hizo cargo de todo, incluido el encierro de la sociedad. El ejemplo al revés es Uruguay. Solo tiene 2206 contagiados y 49 muertos. Nunca hubo una cuarentena estricta. El gobierno se limitó a recomendarle con insistencia a la sociedad los métodos para cuidarse de la enfermedad.

La cuarentena funcionó para detener el tiempo en todas partes, menos en los territorios propios de Cristina. Nunca demoró ninguno de sus proyectos, de sus venganzas o de sus intereses. El problema de la economía es político y tiene el nombre de la vicepresidenta. Antes de chocar con la pared, el Presidente deberá decidir si produce un giro significativo en su administración. La política, la economía y la paciencia social están demasiado cerca de la extenuación.

Fuente: La Nación 

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